La modernidad en Venezuela y su expresión en la literatura. Una conversación con Miguel Gomes (Segunda parte)


Miguel Gomes Junio 2017. Foto: Clara Gomes Ferres

Miguel Gomes Junio 2017. Foto: Clara Gomes Ferres

Segunda parte de la conversación entre Omar Osorio Amoretti y Miguel Gomes por motivo de la publicación de El desengaño de la modernidad (2017).

Para leer la primera parte de esta entrevista, por favor, haz click aquí

Por Omar Osorio Amoretti

@osorioamoretti

 

O.O.A.-Me llama la atención que en la sucesión de la poesía consideres que el hermetismo de estos autores contemporáneos constituya un síntoma de desilusión, en contraposición con el optimismo de los grupos Tráfico y Guaire, cuyos discursos poéticos eran en muchos de los casos abiertamente prístinos y conversacionales. Te hago el señalamiento porque ya desde los años 40 existe esa tendencia que, si bien aún permanece en estado marginal, progresivamente tomará relevancia en el campo cultural. Como ejemplo recuerdo el famoso caso de Juan Liscano y el poemario Contiendas, que en 1946 se hace ganador del Premio Municipal de Poesía y lo hace acreedor de una de las evaluaciones más lúcidas que hizo el sector conservador de la crítica de ese tiempo (me refiero al padre Pedro Pablo Barnola) al tildarla junto con otros exponentes de la época como la “poesía que no se entiende”. ¿Cuál sería entonces la diferencia –si es que existe– entre estos dos momentos creativos? 

M.G.-La poesía trovadoresca occitana distinguía el trober leu del trober clus, el estilo ligero y el cerrado u oscuro. Y conocemos, desde luego, todas las batallas que suscitó Góngora en su época, retomadas en coyunturas posteriores con un vaivén de fobia y veneración. El recurso al hermetismo es más bien una constante de la lírica occidental que, en ciertos contextos, se activa, usualmente en tensión con la opción contraria, la que valúa la comunicación directa. Y los sentidos de dicha reactivación, desde luego, varían con las circunstancias. No todas las palabras significan lo mismo en cada ocasión en que las usamos, porque los referentes y los interlocutores varían. El coloquialismo y el hermetismo tienen mucho de deícticos: cuando tú usas la palabra “yo” no significa lo mismo que cuando me toca a mí usarla. Lo que hace particular el hermetismo que se observa en ciertos momentos de la poesía de María Antonieta Flores, Claudia Sierich o Luis Moreno Villamediana —menciono solo autores por los que siento gran adhesión— es que históricamente surge luego de la exaltación comunicativa de los tempranos ochenta con sus cantos a la modernidad y a la luz solar. La oscuridad de los noventa y de lo que va del siglo XXI, a mi ver, apunta a una estructura de sentimiento históricamente específica. No es la única opción: mira esa meridiana claridad —no exenta de desparpajo, de valentía expresiva— de Alejandro Castro; o la que ha ido desarrollando en sus últimos libros Adalber Salas. En el caso de poetas como estos, la oscuridad no está en sus versos, sino que la vemos o entrevemos en el horizonte social con que interactúan.

 

O.O.A.-Otro de los aspectos que me parece importante discutir aunque sea brevemente tiene que ver con la proliferación de algunos ciclos temáticos, como el que llamas “ciclo del chavismo” y muy especialmente el que trata la llamada “tragedia de Vargas”. Tomando como punta de lanza la obra de Ana Teresa Torres, estableces que estas ficciones funcionan como puente que establecen una realidad con ese pasado traumático, con lo cual se aspira a articular en muchos de estos textos un “lugar de memoria” que haga de ese acontecimiento un evento que no se olvide para así funcionar como una suerte de contraataque al optimismo del discurso oficial que aspira que lo ocurrido quede en el olvido. ¿Puede existir dicho lugar de memoria en esa serie de textos que, si bien son temáticamente recurrentes, no han sido sujetados a unas políticas determinadas?

 

M.G.-La Cromointerferencia de color aditivo de Cruz-Diez en el aeropuerto de Maiquetía no me parece que fuese sometida a políticas específicas que la vincularan al trauma de la migración masiva, pero funciona desde hace años como un lugar de memoria. En la tradición literaria hay “lugares” en el plano de la elocución y la invención: los tópicos; y algunos los ha engendrado la historia reciente tramando algo similar a lo que Pierre Nora llamó Lieux de Mémoire. La conversión de la “tragedia de Vargas” en un topos de nuestros narradores es evidente, aunque no comenzó el proceso de manera consciente; el fenómeno me parece explicable por operaciones a la vez colectivas e inconscientes, intuitivas. Una estructura de sentimiento en pleno proceso de cristalización. Cada vez que se lean esas páginas, dispersas en la obra de Antonio López Ortega, Ana Teresa Torres, Rodrigo Blanco Calderón, Eduardo Sánchez Rugeles y otros, entraremos en un lugar de nuestra geografía invisible donde se depositan el horror, el luto y la indignación. Lo veo como un subciclo dentro del ciclo mayor de obras que más o menos directamente se han venido encarando con el entorno político y humano de estos últimos lustros. La poesía presenta topificaciones paralelas que abordo en el libro: los motivos de la oscuridad o de los descensos, por ejemplo. La misión de la crítica, en parte, consiste en señalar dónde se están produciendo coincidencias singulares que pueden tener sentido como registro de una experiencia social en cierne.

 

O.O.A.-Aparte de esta que acabas de desarrollar, ¿qué otras tendencias consideras que existen en la cultura y literaturas nacionales de este siglo a las que valdría la pena realizar una mirada de conjunto?

 

M.G.-Venezuela hoy tiene una literatura asombrosamente diversa considerando que las circunstancias podrían arrastrar a la totalidad de sus escritores a poquísimos temas signados por los crudos conflictos sociales. Siempre me queda la sospecha, claro, de que ningún producto cultural se desprende de ese horizonte, y que, cuando el problema político no es obvio, late en las sutilezas de la sublimación o las aparentes ausencias de la represión. Salvando las lecciones esenciales que el psicoanálisis nos da, lo importante es que tenemos una enorme producción de calidad proveniente de varias generaciones activas. Y ahora nuestra literatura se ha enriquecido con las experiencias en el extranjero de un buen número de compatriotas, o con esos escritores de umbral entre dos o más lenguas, tradiciones e identidades literarias, como Guillermo Parra o Montague Kobbé. El ensayo y los géneros adyacentes como la crónica y la escritura autobiográfica tienen un momento llamativo: aquí habría que pensar en gente como Antonio López Ortega, Miguel Ángel Campos, Ana Teresa Torres, Gisela Kozak, Víctor Carreño, Ricardo Ramírez Requena, Alejandro Oliveros, Rafael Castillo Zapata, Juan Carlos Chirinos… me detengo en bien de la brevedad. No estoy muy enterado del área de teatro, pero me gustaría saber qué ocurre en ella.

 

O.O.A.-Miguel, desde muy temprano te formaste en el área de la literatura en Nueva York y posteriormente has podido ejercer una profusa labor investigativa en Connecticut. Creo que ese tiempo te ha brindado una experiencia que me permite hacerte esta pregunta que, si bien está un poco alejada del tema que nos concierne, no deja de estar relacionado con él, en vista de que se trata de un área de conocimiento que ha sido susceptible de expandirse, ahora más con el fenómeno de la diáspora que estamos viviendo en el país: ¿cómo es vista la literatura de Venezuela en el espacio académico donde te desempeñas? ¿Cuál es el impacto que ocupa, aunque sea simbólicamente, en Estados Unidos? ¿Has percibido algún cambio con relación a su notoriedad o su interés por parte de los estudiantes o de los críticos que hacen vida intelectual allá?

 

M.G.-Llegué a hacer el posgrado en Nueva York en 1989 y me contrataron en Connecticut en 1993. En esa época me consideraban una rareza: un venezolano, una persona que había escrito una tesis doctoral sobre literatura venezolana. Cuando salí al mercado de trabajo, los compañeros y algunos profesores me aconsejaban que en los sitios interesados en contratarme diera mis charlas sobre otros temas y áreas, para demostrar que era un hispanoamericanista y no me confinaba en un país. De hecho, las descripciones de empleos eran claras al respecto: se busca a un experto en el Cono Sur, o un experto en México, o un experto en el Caribe o los Andes. Yo me decía a mí mismo: si hablo de literatura venezolana, soy tanto “andinista” como “caribeñista”. Ingenuo de mí… cuando indagaba un poco percibía que con la palabra “caribeñista” se designaba, anglicismo mediante, a un experto en las Antillas Mayores —como si un especialista en el Mediterráneo se ocupara solo de las islas, imagínate—, y que con la palabra “andinista” se esperaba a alguien que se concentrara en literatura peruana. Venezuela, así pues, estaba en un limbo. Por mi parte, corrí con suerte, porque mi trabajo sobre el ensayo venezolano tenía un fuerte componente comparatista que me puso a investigar la historia del género en Francia, en Inglaterra y los Estados Unidos, en Portugal y España y, luego, no solo en Hispanoamérica sino en Latinoamérica, porque también me he interesado desde hace mucho en autores brasileños. Además, siempre me ha atraído la teoría literaria y cultural. Eso me dio cierta flexibilidad a la hora de competir por puestos.

 

Llevo veinticinco años de trabajo en mi universidad y, desde este mirador, he podido apreciar un lento cambio con respecto a lo venezolano. Por las tristes circunstancias sociales y políticas tenemos abundantes estudiantes compatriotas en los EE.UU. y el número de profesores ha ido aumentando. Todavía estamos muy lejos de ser un elemento de peso en el gremio, aunque sospecho que en una generación más empezarán a aparecer anuncios de empleo donde se busquen especialistas en Venezuela. Hay que tener paciencia: la camada actual de estudiantes tiene que colocarse en departamentos como profesores; deberán ir incluyendo en las listas de exámenes de maestría y doctorado más autores venezolanos (que no se limiten a Bello y Gallegos). Deberán ir convirtiéndose en catedráticos, en directores de programa. Ser convincentes en sus opiniones y finalmente alegar que necesitan un nuevo colega venezolanista por cuestiones demográficas: porque la cantidad de estudiantes de raíces venezolanas ha aumentado. Así pasó con las otras nacionalidades: no se trata de que sus escritores sean mejores; se trata de que sus cualidades estéticas se han visto destacadas por factores materiales más allá de lo estético. Mientras eso ocurre, es decir, mientras esperamos a que el contingente de venezolanos sea mayor y nos dé un peso internacional en la profesión, el ir formándose en otras literaturas para poder competir por puestos solo tiene un efecto: hacernos menos ignorantes. Algo que aprecio de mis compatriotas colegas es que, normalmente, no se han estado mirando el ombligo telúrico todo el rato; y creo que otros latinoamericanos se dan cuenta de que tenemos cierta amplitud de miras y conocemos sus tradiciones nacionales sin que lo contrario se produzca.

 

O.O.A.- ¿Y qué piensas de esa queja habitual acerca de la falta de críticos literarios y agencias culturales dedicados a visualizar esos productos? ¿Crees que en ellos habría algo que responsabilidad por esa escasa resonancia en el ambiente cultural latinoamericano, por hablar de un espacio más reducido?

 

M.G.-Con respecto a los críticos literarios, pienso que carecen de fundamento las quejas. Cuando las oigo enseguida analizo la situación de enunciación y, en la mayoría de los casos, concluyo una de dos cosas: en ciertas oportunidades, quien se queja es un autor para el cual no existe la crítica simplemente porque los críticos serios prefieren ni hablar de sus obras; en otras, quien se queja ignora demasiado y, a pesar de que hoy en día tenemos a nuestra disposición la Red, ni siquiera se ha sentado a investigar la gran cantidad de producción crítica en torno a nuestras letras que, en efecto, se publica no solo en Venezuela, sino también en los Estados Unidos y en Europa. Por Dios, ¡si es un lujo haber contado o contar con críticos como Carlos Pacheco, Gustavo Guerrero, Antonio López Ortega, Luz Marina Rivas, Diómedes Cordero, Violeta Rojo, Carlos Sandoval, Arturo Gutiérrez Plaza, Gina Saraceni, Luis Miguel Isava!… paro de nombrar, porque la lista se me extendería en exceso para el propósito de nuestra conversación.

 

Cabe reparar en que los que se quejan, sean de la primera o la segunda especie que distingo, suelen carecer de la formación necesaria para entender la misión de la crítica: los complace entender una reseña que prodiga zalamerías adjetivales y se alarman, en cambio, cuando es obvio que, por su escasez de lecturas, no logran seguir al crítico y este dispone del instrumental conceptual necesario para abordar consistentemente la obra más allá de los masajes —o el ataque— al ego de su autor.

 

Creo que el deber del crítico hoy en día no ha de confundirse con la publicidad positiva o negativa; ni siquiera con el intento medianamente objetivo de subrayar cualidades y defectos de una obra. Lo que hace la buena crítica, a mi ver, es resaltar cómo las obras interactúan en el seno de una sociedad literaria y algunas consiguen atrapar más diestramente que otras nuestros problemas, nuestra coyuntura, nuestras sensaciones de mundo. Si tenemos literatura venezolana, no es solo porque existan escritores venezolanos, sino porque los críticos han desarrollado colectivamente un discurso que le ha ido confiriendo significado a lo hecho por esos escritores. Regreso a Paz, ahora el de Corriente alterna: “La crítica es eso que llamamos una literatura y que no es tanto la suma de obras como el sistema de sus relaciones: un campo de afinidades y oposiciones”. Aunque he desistido de nombrar a todos nuestros buenos críticos actuales, sí me atrevo a asegurar que en pocos momentos históricos hemos tenido una comunidad crítica tan competente y preparada, capaz de actuar en las esferas universitarias y, además, ajustar su tono para de vez en cuando también intervenir como intelectuales públicos en revistas literarias o periódicos.

 

En lo que atañe a las agencias culturales, esa es otra historia, muy, muy distinta. Los aparatos del Estado desde que el chavismo se oficializa y se convierte en fuerza hegemónica han ido excluyendo o forzando indirectamente la autoexclusión de todo agente cultural “indócil”. Allí se acabó la promoción de todo lo que no les interese para sus fines. Recurro a la imaginería de Foucault a través del sólido uso que le ha dado Manuel Silva-Ferrer en un libro memorable, El cuerpo dócil de la cultura. No resisto la tentación de citar un párrafo de Silva-Ferrer que resume con aptitud mucho de lo que puede decirse sobre el tema: “Sobre todo a partir de 2005, cuando se creó finalmente el Ministerio de la Cultura, la porción del campo cultural en poder del Estado vivió un importante proceso de expansión a escala nacional. Mientras en simultáneo, comenzaron a repetirse infinidad de pequeños procedimientos, muchos de ellos menores, pero que al coincidir, repetirse y apoyarse unos a otros, fueron configurando en un breve lapso de tiempo un método general de política cultural caracterizada por el control, la regulación de la producción y la exclusión, allanada por consignas de perfil populista como ‘el pueblo es la cultura’, ‘revolución de la conciencia’; u otras de un acentuado militarismo, como ‘batalla de las ideas’, o ‘semana de la artillería del pensamiento’”.

 

A ese obstáculo, se agrega que la democracia anterior no hizo lo suficiente por difundir nuestra literatura o, en general, nuestras artes, porque carecía de instinto empresarial; el exceso de recursos financieros degeneraba en un hedonismo improductivo —los hay productivos— que no incitaba a la inversión necesaria para que hubiese ganancias futuras, tanto monetarias como culturales. Podíamos publicar, pero casi nadie pensaba en lo imperioso que era distribuir, colocar, crear un público más allá de nuestras fronteras. Monte Ávila Editores tuvo sus buenos momentos; las discontinuidades, sin embargo, terminaron por anularlos. Como a eso se sumaba, por otra parte, la inexistencia de una emigración que crease núcleos venezolanos influyentes en el exterior, nos fuimos desvaneciendo del horizonte internacional de lectura. Fíjate en el caso de nuestro extraordinario Salvador Garmendia: al principio la crítica y las editoriales del mundo hispánico lo tuvieron en cuenta; poco a poco, fue retirándose de esa mirada. ¿Por qué? De ninguna manera por su calidad: me sigue pareciendo más interesante como escritor que varios miembros todavía recordados como centrales en el Boom. Venezuela no tenía redes culturales fuera de sus fronteras; no ejerció la presión sobre editoriales y medios universitarios que otras comunidades migrantes latinoamericanas han sostenido. No nos hicimos sentir. Por no andar en los alrededores, éramos fácilmente soslayables, y acabamos, sin más, soslayados… El turismo no nos daba el tipo de presencia que nos urgía.

 

O.O.A.- He escuchado de colegas la afirmación de que, de no haber sido por Chávez y el impacto que generó su figura en el plano internacional, hubiese sido prácticamente imposible que la literatura venezolana de estos últimos lustros hubiese alcanzado un mínimo de atención. ¿Compartes esta idea?

 

M.G.-Da miedo decirlo así, tan a quemarropa. Pero coincido en que estas circunstancias nos están proyectando. La cuestión es compleja y puede encaminar nuestra discusión concreta sobre el país a un plano incluso filosófico, ético. En los setenta y todavía los ochenta Venezuela era una anomalía que no encajaba en lo que se esperaba de los “buenos salvajes”, los “buenos revolucionarios” latinoamericanos. Hoy somos, gracias al chavismo y a sus consecuencias, el non plus ultra de lo tercermundista. Andamos incluso algunos estratos geológicos más abajo del Tercer Mundo; vamos siendo, por fin, lo que europeos o estadounidenses —inconscientemente o no— esperan del Otro subdesarrollado… Sin habérselo propuesto, el complacer ciertas expectativas le ha servido a nuestra literatura para empezar a difundirse. Lo mismo pasó con el Realismo Mágico garciamarquiano: le sentaba bien a Latinoamérica según lo que se suponía de ella; tan bien como un sombrero frutal a lo Carmen Miranda… La situación es espantosa. Pero solo saldremos de ella el día en que dejemos de juzgar nuestros productos culturales por cómo son recibidos por los demás.

 

A mí me parece que tenemos en Venezuela una excelente literatura desde mucho antes de nuestra implosión actual como país. Para decirlo de otra manera y con ejemplos latinoamericanos: Borges ya era un gran escritor antes que los franceses se dieran cuenta de ello. Deberíamos respetarnos un poco más a nosotros mismos: la calidad de nuestros libros no depende de que una editorial extranjera los empaquete de cierta manera. Desde luego, hay que buscar balance y aprender cierto pragmatismo, porque los milagros secretos tampoco son deseables. La batalla tendríamos que darla en Hispanoamérica misma para que los lectores aprendan a apreciar lo que tienen cerca y se independicen —sin privarse de sus buenos productos— de las lógicas de mercado foráneas que los colonizan e imponen gustos que no necesariamente nacen de las propias experiencias locales.

 

Hace unas décadas, cuando Harold Bloom era un crítico lúcido, habló de la “ansiedad de las influencias”. En los últimos tiempos, a raíz del Boom —cuyo nombre, por algo, surge de la jerga comercial y no cuajó en un ismo estético—, los narradores hispanoamericanos han estado sufriendo de una “ansiedad de mercado”. Y los jóvenes que quisieron romper con el Boom trataron de hacerlo para colocarse bien en el mercado, lo que no hizo sino volverlos réplicas menos exitosas del Boom; el efecto novedoso del primer Boom, después de todo, se había esfumado… Bolaño destaca sobre esos escritores posteriores, y hay quienes intenten elogiarlo caracterizándolo como “Boom de una persona”. El tropo tiene fundamento: curiosamente, pese a confeccionarse una histriónica máscara de marginal, Bolaño a la larga se entregó de lleno al mercantilismo, y hasta sus novelas finales las dejó dispuestas para que rindieran en lo posible ganancias para su familia. Eso dice mucho. Sus editores tuvieron mejor olfato comercial y potenciaron el negocio al reunir las novelas inacabadas en una, de concentrada monumentalidad póstuma, “épica”, y corregir los deseos del finado, tangencialmente forjando un paralelo con la desobediencia de los albaceas de Virgilio o de Kafka. Fue una estrategia de genio mercantil: acabó de mitologizar al escritor fallecido, aunque con el fin de extraer, ahora, el mayor jugo monetario de sus textos inacabados o abandonados… y fueron apareciendo otros, y otros… La verdadera revolución literaria de ahora en adelante consistiría en lograr deshacernos de la “ansiedad de mercado”; me gustaría llamar grandes a los escritores que nos enseñen el camino. Como lector y crítico, no tengo claro cómo sería eso. Sencillo no va a ser; pero los verdaderos ideales se caracterizan por la dificultad de su puesta en práctica. ¿Quijotismo?, ¿otra batalla perdida?: tal vez; aunque la vida sería muy huera si no se librasen batallas y tuviésemos por partida de nacimiento la rendición. En lo que toca al arte y a las tareas intelectuales, solo el esfuerzo y el trabajo nos llenan de sentido. Regreso al asunto de la autonomía: el peligro constante de perderla fortalece ética, simbólicamente al artista. En El desengaño de la modernidad digo que no me convence la noción de literatura “posautónoma”. Agrego en esta oportunidad que no me convence porque un arte moderno carente del ideal de autonomía deja de ser arte: es artesanía, producto en serie, panfleto, o habría que buscar otras palabras para bautizarlo.

 

O.O.A.-Ya para terminar, ¿en qué proyectos estás trabajando últimamente?

 

M.G.-Quiero retomar los que El desengaño de la modernidad interrumpió.

 

O.O.A.-Muchas gracias por tomarte el tiempo de tener esta charla, que espero que no sea la última que tengamos.

 

M.G.-El agradecido soy yo, Omar. A diferencia de los libros de narrativa o los de poesía, los de crítica no son de comunicación potencial; se escriben para emprender el diálogo con seres humanos concretos.

Acerca de Omar Osorio Amoretti

Omar Osorio Amoretti. Caracas (1987) es profesor e investigador (USB | UCAB). Licenciado en Letras y maestría en Historia de Venezuela por la Universidad Católica Andrés Bello. Ha publicado: José Rafael Pocaterra y la escritura de la historia (Equinoccio, 2018).
Esta entrada fue publicada en Entrevistas, Literatura y etiquetada , , , , , , , , , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

2 respuestas a La modernidad en Venezuela y su expresión en la literatura. Una conversación con Miguel Gomes (Segunda parte)

  1. Me encanta el tema de tu blog, es muy informativo para aquellos que no somos tan expertos en la materia. Felicidades

    • Omar Osorio Amoretti dijo:

      Muchas gracias por tu comentario, Franni.

      Esperamos que el contenido siga siendo de tu interés y fuente de mucho placer en el futuro.

      Saludos cordiales

Deja un comentario