Historia de la literatura inglesa. Introducción. Hipólito Taine.


 En este artículo leerás la introducción de Hipólito Taine a su Historia de la literatura inglesa, acompañado de algunos comentarios previos de Omar Osorio Amoretti.

Por Omar Osorio Amoretti

@osorioamoretti

  Desde muy temprano se ha reflexionado sobre lo que en un sentido lato podríamos llamar literatura en Occidente. Desde los componentes básicos de algunos géneros poéticos hasta los preceptos a la hora de escribir, este arte ha tenido una serie de visiones de lo que ella es en tanto concepto, prevaleciendo entre ellas en algunos casos la inclinación  a señalar la naturaleza divina de la creación (simbolizado en el fenómeno de la musa griega, el “genio” renacentista y la “inspiración” romántica) o el carácter normativo y artificioso de la producción (perceptible en las ideas de “género” de los tratadistas medievales y los preceptos de los estudiosos neoclásicos). En todo caso, ambos eran susceptibles de cambios según las épocas y quienes escribieran al respecto.

     Para el momento en que Hipólito Taine (Francia, 1828-1893) publica en 1864 su Historia de la literatura inglesa  se acentúan los primeros cambios en la explicación del arte. La presencia de la filosofía positivista en el campo intelectual europeo impulsa una nueva perspectiva de conocimiento en el cual los fenómenos no son hechos aislados, sino que están ligados de manera íntima por leyes sociales. En la introducción que hace al libro, Taine plantea una lectura histórica de una nación tomando en cuenta su creación artística, con lo cual establece, tal vez sin haberlo querido, la idea de la obra como conjunción (para muchos errada) entre la obra literaria y la vida del autor, quien es producto de su sociedad. No obstante, esto no implica que la producción literaria sea una suerte de “autobiografía velada” de su creador, sino todo lo contrario: dominada por la presencia de tres leyes sociales en el acto creador (raza, medio y momento), la producción literaria del escritor es el exponente superficial con el cual aprehender la profundidad de la humanidad en el tiempo histórico dado. Con esto aspira a superar las reflexiones consideradas de poco peso  de los tratadistas anteriores y otorgarle un estatuto científico.

     Nos hemos basado en el texto editado por la editorial La España Moderna. La ortografía ha sido actualizada, así como los usos ortotipográficos propios de la época.

INTRODUCCIÓN

«El historiador podría colo­carse en el seno del alma huma­na durante un período de tiempo, una serie de siglos o en un pueblo determinado. Podría estudiar, describir, contar todos los acontecimientos, todas las transformaciones, todas las revoluciones consumadas en el interior del hombre; y cuando hubiese llegado al fin, tendría una historia de la civilización en el pueblo y en el tiempo ele­gidos.»

Guizot: Civilización de Europa, pág. 25.

     Desde hace cien años en Alemania, desde hace sesenta en Francia, se ha transformado la historia a favor del estudio de las literaturas.

     Se ha descubierto que una obra literaria no es un simple juego de imaginación, capricho aislado de una acalorada fantasía, sino una copia de las costumbres reinantes, y signo de un estado de espíritu. Se ha in­ferido, por consecuencia, que, atendiendo a los monu­mentos literarios, podría discernirse la manera de pensar y sentir los hombres siglos hace. Se ha reali­zado el ensayo, y se ha obtenido un éxito satisfac­torio.

     Reflexionando sobre esas maneras de pensar y de sentir, se ha visto que eran hechos de primer orden; que se enlazaban íntimamente con los más grandes acontecimientos: que los explicaban y se explicaban por ellos a su vez; que en lo sucesivo había que con­cederles un puesto, y uno de los más altos puestos, en la historia. Se les ha concedido ese puesto, y desde entonces se ve cambiar todo en la historia: el objeto, el método, los instrumentos, la concepción de las leyes y de las causas. Ese cambio, según se efectúa y debe efectuarse, es el que vamos a tratar de exponer aquí.

Los documentos históricos no son más que indicios, por medio de los cuales hay que reconstruir el individuo visible.

     Cuando volvéis las grandes páginas de un tomo en folio, las hojas amarillentas de un manuscrito, de un poema, de un código, de un símbolo de fe, ¿cuál es vuestra primera reflexión? Que no se ha hecho él solo, naturalmente: que es un molde, semejante a una con­cha fósil; que es una impresión, semejante a una de esas formas depositadas en la piedra por un animal que vivió y murió. ¿Por qué estudiáis la concha sino para figuraros el animal? Pues de la propia suerte no estudiáis el documento sino para conocer al hombre. La concha y el documento son restos muertos, y no valen más que como indicios del ser íntegro y vivien­te. Hasta ese ser hay que llegar; ese ser es el que necesitamos reconstruir. Es engañarse estudiar el docu­mento como si existiese por sí solo; es tratar las cosas como simple erudito, y caer en una ilusión de biblio­teca. En el fondo, no hay mitología ni lenguas, sino únicamente hombres que coordinan palabras e imá­genes según las exigencias de sus órganos y la forma original de su espíritu. Un dogma no es nada por sí mismo; mirad a los que le hicieron: ved tal retrato del siglo XVI, ved la rígida y enérgica fisonomía de un arzobispo o de un mártir de Inglaterra. Nada existe sino por la acción del individuo; el individuo mismo es el que debemos conocer. Cuando se ha determina­do la filiación de los dogmas, o la clasificación de los poemas, o el progreso de las constituciones, o la trans­formación de los idiomas, no se ha hecho más que despejar el terreno; la verdadera historia solo surge cuando el historiador empieza a desentrañar, a través de la distancia de los tiempos, el hombre vivo, activo, dotado de pasiones, provisto de hábitos, con su voz y su fisonomía, con sus ademanes y sus vestiduras, vi­sible y tangible como el que hace poco acabamos de dejar en la calle. Procuremos, pues, suprimir, hasta donde quepa, ese gran intervalo de tiempo que nos impide observar al hombre con nuestros ojos, con los ojos de nuestra cabeza. ¿Qué hay bajo las lindas hojas satinadas de un poema moderno? Un poeta moderno, un hombre como Alfredo de Musset, Hugo, Lamartine o Heine, que ha estudiado y viajado; que usa levita negra y guantes; que es bien visto de las damas; que por la noche hace cincuenta saludos y una veintena de frases en las reuniones; que lee los periódicos por la mañana; que habita por lo común en un piso segundo; y que no es muy alegre porque tiene nervios, y sobre todo, porque, en esta democracia en que nos ahogamos, el descrédito de las dignidades oficiales ha exagerado su importancia, y la delicadeza de sus sen­saciones habituales le da ciertas tentaciones de creer­se Dios. He ahí lo que descubrimos a través de medi­taciones o sonetos modernos. Del propio modo, en una tragedia del siglo XVII hay un poeta, un poeta, como Racine, por ejemplo, elegante, mesurado, cortesano, pulido; con una peluca majestuosa y zapatos de cintas; monárquico y cristiano de corazón, «que había reci­bido de lo alto la gracia de no sonrojarse delante de nadie, del rey ni del Evangelio»; hábil en distraer al príncipe, en traducirle en hermoso francés del día el «lenguaje rancio de Amyot»; muy respetuoso con los grandes, y sabiendo siempre «guardar su puesto» cer­ca de ellos; obsequioso y reservado en Marly como en Versalles, en medio de los atractivos regulares de una naturaleza atildada y decorativa, entre las reveren­cias, las gracias, los artificios y sutilezas de los seño­res que han madrugado para merecer un privilegio de sucesión, y de las damas encantadoras que cuentan por los dedos las genealogías a fin de obtener el dere­cho de asiento en palacio. Sobre esto consultad a Saint-Simon y ved las estampas de Pérelle, como antes con­sultasteis a Balzac y visteis las acuarelas de Eugenio Lami. Asimismo, cuando leemos una tragedia griega, nuestro primer interés debe ser figurarnos griegos, es decir, hombres que viven medio desnudos en gim­nasios o plazas públicas, bajo un cielo esplendoroso, y en medio de los más delicados y nobles paisajes, ocupados en dar agilidad y fortaleza a su cuerpo, en conversar, en discutir, en votar, en ejecutar pirate­rías patrióticas; pero hombres sobrios, que tienen por ajuar tres cántaros en su casa, y por provisiones dos anchoas en aceite; y hombres ociosos, servidos por esclavos que les dejan vagar y holgura para entre­garse al cultivo de su espíritu y al ejercicio de sus miembros, sin otra preocupación que el deseo de po­seer la más bella ciudad, las más bellas procesiones, las más bellas ideas y los tipos humanos más hermo­sos. Sobre esto, una estatua como el Meleagro o el Teseo del Partenón, o la vista de ese Mediterráneo lustroso y azul como una túnica de seda, por donde asoman las islas a manera de cuerpos de mármol, y unas cuantas frases escogidas de Platón y Aristófanes, os enseñará mucho más que todas las disertaciones y comentarios. Igualmente, para entender un Purana indio, empezad por figuraros al padre de familia que, «habiendo visto un hijo en las rodillas de su hijo», se retira, según la ley, a la soledad, con un hacha y un vaso, debajo de un plátano o a orillas de un riachue­lo; deja de hablar; multiplica sus ayunos; permanece desnudo entre cuatro hogueras, y bajo la quinta ho­guera, es decir, el terrible sol devorador y renovador incesante de todas las cosas vivas; y durante semanas enteras mantiene fija su imaginación, ahora en el pie de Brahma, luego en la rodilla, después en el muslo, más adelante en el ombligo, y así sucesivamente, hasta que, a impulsos de esa meditación intensa, aparecen las alucinaciones; hasta que todas las formas del ser, fundidas y transformadas unas en otras, oscilan al través de aquella cabeza arrebatada por el vértigo; hasta que el hombre inmóvil, con los ojos fijos y con­teniendo la respiración, ve desvanecerse el mundo como una humareda por encima del Ser universal y vacío en que aspira a abismarse. La mejor enseñanza a este propósito sería un viaje a la India; en su defec­to, podrán utilizarse las descripciones de los viajeros, de los libros de geografía, de botánica y de etnología. En todo caso, la investigación debe ser idéntica. Una lengua, una legislación, un catecismo, no es nunca más que una cosa abstracta; lo completo es el hombre que obra, el hombre corporal y visible que come, que anda, que combate, que trabaja. Dejad a un lado la teoría de las constituciones y de su mecanismo, de las religiones y su sistema, y procurad ver a los hombres en su taller, en sus escritorios, en sus campos, con su cielo, su suelo, sus casas, sus trajes y sus comidas, no de otro modo que lo hacéis cuando al desembar­car en Inglaterra o en Italia, miráis las caras y los ademanes, las aceras y las tabernas, la gente que se pasea y los obreros que beben. Nuestra gran preocu­pación debe ser suplir hasta donde podamos, la falta de la observación presente, personal, directa y sensi­ble, porque es el único camino para conocer al hom­bre. Hagámonos presente el pasado; para juzgar una cosa, es menester su presencia; no hay experiencia de los objetos ausentes. Claro que esta reconstrucción es siempre incompleta, y no puede dar margen más que a juicios incompletos; pero hay que resignarse: más vale un conocimiento mutilado que un conocimiento nulo o falso, y no hay más medio de conocer aproximadamente las acciones de otros días que ver aproxi­madamente a los hombres de otros días.

     Ese es el primer paso en historia. Se ha dado en Europa, al renacer la imaginación, a fines del siglo último, con Lessing y Walter Scott; un poco des­pués en Francia con Chateaubriand, Agustín Thierry, M. Michelet y tantos otros. He aquí ahora el segundo paso.

II

El hombre corporal y visible no es más que un indicio, por medio del cual debe estudiarse el hombre interior e invisible.

     Cuando observáis con vuestros ojos el hombre visi­ble, ¿qué buscáis en él? El hombre invisible. Esas palabras que llegan a vuestro oído, esos ademanes, esos movimientos de cabeza, esas vestiduras, esas acciones y esas obras sensibles de todos linajes no son para vosotros más que expresiones; allí se revela algo, un alma. El hombre exterior oculta un hombre inte­rior, y el primero no hace más que manifestar al se­gundo. Miráis su casa, sus muebles y su traje, para descubrir las huellas de sus hábitos y de sus gustos, el grado de su elegancia o de su rusticidad, de su pro­digalidad o de su economía, de su vulgaridad o de su delicadeza. Escucháis su conversación y notáis las in­flexiones de su voz y sus cambios de actitud, para apreciar su espontaneidad, su abandono y su viveza, o su energía y rigidez. Estudiáis sus escritos, sus obras de arte, sus empresas mercantiles o políticas, para medir el alcance y los límites de su inteligencia, de su inventiva y de su sangre fría, para descubrir el orden, la índole y el poder habitual de sus ideas, la manera como piensa y se resuelve. Todas esas exterioridades no son más que avenidas que se reúnen en un centro, y no las recorréis sino para llegar a ese centro; allí está el verdadero hombre, es decir, el grupo de facul­tades y de sentimientos que produce todo lo demás. He ahí un nuevo mundo: mundo infinito, porque cada acción visible arrastra en pos de sí una serie infinita de discursos, de emociones, de sensaciones antiguas o recientes, que han contribuido a sacarla a luz, y que, a modo de largas rocas profundamente hundidas en el suelo, alcanzan en ella su extremo saliente. Ese mundo subterráneo es el segundo objeto, el objeto pro­pio del historiador. Cuando este último atesora la edu­cación crítica necesaria, puede discernir al través de cada adorno de una arquitectura, de cada línea de un cuadro, de cada frase de un escrito, el sentimiento particular de donde surgieron el adorno, la línea o la frase; asiste al drama íntimo desarrollado en el artista o escritor; la elección de las palabras, la brevedad o longitud de los periodos, la especie de las metáforas, el acento del verso, el orden del discurso, todo le sir­ve de indicio; mientras sus ojos leen un texto, su alma y su mente siguen el continuo desarrollo y la va­riada serie de sentimientos y concepciones de que ese texto ha nacido: hacen su psicología. Si queréis obser­var esta operación, mirad al promovedor y al mode­lo de toda la gran cultura contemporánea, a Goethe, que, antes de escribir su Ifigenia, pasa días dibujando las más perfectas estatuas, hasta que, llenos sus ojos de las nobles formas del antiguo paisaje, y penetrado su espíritu de las bellezas armoniosas de la vida anti­gua, logra reproducir en sí propio tan exactamente los hábitos y las inclinaciones de la imaginación grie­ga, que da una hermana casi gemela a la Antígona de Sófocles y a las diosas de Fidias. Esa adivinación precisa de los sentimientos extinguidos ha renovado la historia en nuestro tiempo. En el siglo último se des­conocía casi enteramente. Considerábase a los hom­bres de todas las razas y de todos los siglos como casi semejantes; el griego, el bárbaro, el indo, el hombre del Renacimiento y el del siglo XVIII aparecían como vaciados en el mismo molde, según cierta concepción abstracta, que servía para todo el género humano. Se conocía al hombre; no se conocía a los hombres; no se había penetrado en el alma; no se había visto la diversidad infinita y la complejidad maravillosa de las almas; no se sabía que la estructura moral de un pueblo y de una edad es tan particular y tan distinta como la estructura física de una familia de plantas o de un orden de animales. Hoy la historia, como la zoología, ha encontrado su anatomía; y sea la que quiera la rama histórica que se cultive, filología, lin­güística o mitología, en ese sentido se trabaja para hacerla producir nuevos frutos. Entre tantos escrito­res como desde Herder, Ottfried Müller y Goethe, han proseguido y rectificado incesantemente ese gran es­fuerzo, considere el lector tan solo dos historiadores y dos obras: una, el comentario sobre Cromwell de Carlyle; otra, el Port-Royal de Sainte-Beuve; y verá con qué exactitud, con qué seguridad y profundidad pue­de descubrirse un alma al través de sus actos y sus obras; cómo, bajo el viejo general, en vez de un am­bicioso vulgarmente hipócrita, se encuentra un hom­bre atormentado por los confusos ensueños de una meláncolica imaginación, pero positivo en sus instintos y facultades, inglés hasta la médula, extraño e incom­prensible para el que no haya estudiado el clima y la raza; cómo, con un centenar de cartas sueltas y con veinte discursos mutilados, se le puede seguir desde su granja y sus yuntas hasta su tienda de general y su trono de protector, en su transformación y en su desarrollo, en las inquietudes de su conciencia y en sus resoluciones de hombre de Estado, hasta el punto de que el mecanismo de su pensamiento y de sus ac­ciones se hace visible, y la tragedia íntima, perpetua­mente renovada y cambiante, que trabajó aquella gran alma tenebrosa, pasa, como las de Shakespeare, al alma de los espectadores. Verá cómo bajo disputas de convento y resistencias monjiles, se puede vislum­brar una gran región de psicología humana; cómo cincuenta caracteres, sepultados bajo la uniformidad de una narración comedida, reaparecen a la luz, cada uno con su nota saliente, y todos con sus diversidades innumerables, cómo, tras disertaciones teólogicas y sermones monótonos, se disciernen las palpitaciones de corazones siempre vivos, los accesos y los desma­yos de la vida religiosa, los retornos imprevistos y el vaivén confuso de la naturaleza, las infiltraciones del mundo circundante, las conquistas intermitentes de la gracia, y con tal variedad de matices, que la más nutrida descripción y el más flexible estilo a duras penas logran recoger la mies inagotable que ha hecho germinar la crítica en ese campo abandonado. Lo mismo sucede dondequiera. Alemania, con su genio tan dúctil, tan amplio, tan accesible a las metamor­fosis, tan a propósito para reproducir los más lejanos y extraños estados del pensamiento; Inglaterra, con su espíritu de precisión, tan adecuado para concretar las cuestiones morales, para determinarlas

Hipólito Taine

Hipólito Taine

mediante cifras, pesos y medidas, mediante la geografía y la estadística, a fuerza de textos y de sano juicio; Fran­cia, en fin, con su cultura parisiense, con sus hábitos de salón, con su análisis continuo de los caracteres y de las obras, con su ironía tan apropiada para marcar las flaquezas, con su penetración tan fina para desentrañar los matices: todos han labrado el mismo domi­nio, y se empieza a comprender que no hay región de la historia donde no sea necesario cultivar esa capa profunda, si se quiere ver surgir entre los surcos provechosas cosechas.

     Tal es el segundo paso, que estamos a punto de rea­lizar, y que constituye la obra propia de la crítica contemporánea. Nadie la ha hecho con tanta exacti­tud y tan en grande como Sainte-Beuve. En este respecto, todos somos discípulos suyos; su método re­nueva hoy en los libros y hasta en los periódicos toda la critica literaria, filosófica y religiosa. De él hay que partir para inaugurar la evolución ulterior. Yo he procurado indicar esa evolución varias veces; a mi juicio, se abre aquí una vía nueva para la historia, y voy a tratar de describirla más en detalle.

III

Los estados y las operaciones del hombre interior e invisible reconocen por causa ciertas maneras generales de pensar y sentir

     Cuando habéis observado y anotado uno, dos, tres múltiples estados íntimos de un hombre, ¿creéis que eso basta, y os parece completo vuestro conocimiento? Un cuaderno de notas, ¿es por ventura una psicología? No lo es; aquí, como siempre, tras la reunión de los hechos debe venir la indagación de las causas. Todos los he­chos las tienen, sean físicos o morales: las tienen la veracidad, la ambición o el valor, lo mismo que la di­gestión, el movimiento muscular o el calor animal. El vicio y la virtud son productos como el vitriolo y el azúcar, y todo dato complejo nace del concurso de otros datos más simple de que depende. Busquemos, pues, los datos simples de las cualidades morales, como se buscan los de las cualidades físicas ; y consi­deremos a este fin un hecho cualquiera, por ejemplo: una música religiosa, la de un templo protestante. Hay una causa interior que ha convertido el espíritu de los fieles hacia aquellas graves y monótonas melodías, una causa más vasta que su efecto; quiero decir: la idea general del verdadero culto externo que el hom­bre debe a Dios. Esa idea es la que ha modelado la arquitectura del templo, derribado las estatuas, pros­crito los cuadros, destruido los ornamentos, cercenado las ceremonias, encerrado a los concurrentes en ban­cos altos que les tapan la vista, y presidido a los mil detalles de las decoraciones, de las posturas y de to­das las circunstancias externas. Y ella, a su vez, pro­viene de otra causa más general: la idea íntegra de la conducta, así interior como exterior —oraciones, ac­tos y disposiciones de todas índoles— a que está obli­gado el hombre para con el Ser supremo. Esta última es la que ha entronizado la doctrina y la gracia, re­ducido el clero, transformado los sacramentos, supri­mido las prácticas, y convertido la religión discipli­naria en religión moral. Esta segunda idea, a su vez, depende de una tercera más general aún: la de la perfección moral, tal como se encuentra en el Dios perfecto, juez impecable, riguroso celador de las al­mas, ante quien toda alma es pecadora, digna de su­plicio, incapaz de virtud, si no es por la crisis de con­ciencia que él provoca y la renovación de corazón que él produce. He ahí la concepción cardinal, que con­siste en erigir el deber en rey absoluto de la vida hu­mana, y en prosternar todos los modelos ideales a los pies del modelo moral. Tocamos aquí el fondo del hom­bre: porque, para explicar esa concepción, hay que considerar la raza misma, es decir, el germano y el hombre del norte, la estructura de su carácter y de su inteligencia, sus modos más generales de pensar y de sentir: esa lentitud y frialdad de la sensación, que le impiden caer violenta y fácilmente bajo el imperio del placer sensible; esa rudeza del gusto, esas irregularidades y sacudidas de la concepción que atajan en su espíritu el nacimiento de las grandes síntesis y de las formas armoniosas; ese desdén de las apariencias, esa necesidad de lo verdadero, esa propensión a las ideas abstractas y desnudas que desenvuelve su conciencia con detrimento de todo lo restante. Aquí hace alto el análisis; se acaba de llegar a una disposición primitiva, a un rasgo característico de todas las sen­saciones y concepciones de un siglo o de una raza, a una particularidad inseparable de todo el porte de su inteligencia y de su corazón. Esas son las grandes cau­sas, las causas universales y permanentes, dondequiera y siempre activas, indestructibles e infaliblemente do­minantes a la postre, puesto que los accidentes que las contrarían, como limitados y parciales, acaban por ceder a la sorda y continua repetición de su esfuerzo; de modo que la estructura general de las cosas y los grandes rasgos de los acontecimientos son obra suya, y las religiones, las filosofías, las poesías, las indus­trias, las formas de la sociedad y de la familia, no son, en resumen, más que impresiones marcadas por su sello.

IV

Principales formas de pensamientos y sentimientos. Sus efectos históricos.

     Los sentimientos y los pensamientos humanos for­man, pues, un sistema, y ese sistema tiene por primer motor ciertos rasgos generales, ciertos caracteres de la inteligencia y del corazón, comunes a los hombres de una raza, de un siglo o de un país. Así como, en mineralogía, los cristales, por diversos que sean, de­rivan de algunas formas corporales simples, así tam­bién en historia, las civilizaciones, por diversas que sean, derivan de algunas formas espirituales simples. Los unos se explican por un elemento geométrico primitivo, como las otras por un elemento psicológico primitivo. Para comprender el conjunto de las espe­cies mineralógicas, debe considerarse de antemano un sólido regular en general, con sus caras y sus ángulos, y notarse las innumerables transformaciones de que es susceptible. De análogo modo, si queréis comprender el conjunto de las variedades históricas, considerad de antemano un alma humana en general, con sus dos o tres facultades fundamentales, y en ese compendio no­taréis las principales formas que puede admitir. Des­pués de todo, esa especie de cuadro ideal, el geomé­trico como el psicológico, no es muy complejo, y pron­to se ven los límites del marco en que han de circuns­cribirse las civilizaciones, como los cristales. ¿Qué hay en el hombre en el punto de partida? Imágenes o representaciones de los objetos, es decir, aquello que flota interiormente ante él, que subsiste algún tiempo, y después se borra y reaparece, cuando ha contempla­do tal árbol, tal animal, tal cosa sensible. Esa es la materia de todo lo demás; y el desarrollo de esa materia es doble: especulativo o práctico, según que esas representaciones conducen a una concepción general o a una resolución activa. He ahí todo el hombre en com­pendio; y en ese recinto limitado se concentran las di­versidades Éumanas, ya en el seno de la materia pri­mordial, ya en el doble desarrollo primordial. Por pe­queñas que sean en los elementos, son enormes en la masa, y la menor alteración en los factores acarrea alteraciones gigantescas en los productos. Según la representación es clara y definitiva o confusa y mal de­limitada, según reúne en sí un grande o pequeño nú­mero de caracteres del objeto, según es violenta e im­pulsiva o tranquila y serena, todas las operaciones y todo el juego corriente de la máquina humana se transforman.

     Y, asimismo, todo el desarrollo humano varía a compás del desarrollo ulterior de la representación. Si la concepción general a que esta conduce es una simple notación seca a la manera chica, la lengua se convierte en una especie de álgebra, la religión y la poesía se atenúan, la filosofía se reduce a una especie de sentido moral y práctico, la ciencia a una colec­ción de recetas, de clasificaciones, de mnemotecnias utilitarias, y el espíritu entero adquiere una tendencia positivista. Si, al contrario, la concepción general a que la representación conduce es una creación poéti­ca y figurativa, un símbolo vivo, como acontece en las razas arias, la lengua se convierte en una especie de epopeya matizada y coloreada, donde cada voz es un personaje; la poesía y la religión adquieren una magnífica e inagotable amplitud; la metafísica se des­arrolla libre y sutilmente, sin curarse de las aplicacio­nes positivas; el espíritu entero, a través de las des­viaciones y los desfallecimientos inevitables de su es­fuerzo, se prenda de lo bello y lo sublime, y concibe un modelo ideal, capaz de concentrar en torno suyo, por la virtud de su nobleza y su armonía, las simpa­tías y los entusiasmos del humano linaje. Si ahora la concepción general a que la representación conduce es poética pero no meditada y medida; si el hombre la alcanza, no por una gradación constante, sino por una intuición brusca; si la operación original no es el desarrollo regular, sino la explosión violenta, enton­ces, como acontece en las razas semitas, falta la me­tafísica; la religión no concibe más que el Dios rey, devorador y solitario; la ciencia no puede formarse; el espíritu es demasiado rígido o inflexible para reprodu­cir el delicado orden de la naturaleza; la poesía no sabe dar a luz más que una serie de exclamaciones vehementes y grandiosas; la lengua no puede expresar la trabazón del discurso y de la elocuencia; el hombre se reduce al entusiasmo lírico, a la pasión indómita, a la acción fanática y estrecha. En ese intervalo entre la representación particular y la concepción univer­sal, se encuentran los gérmenes de las mayores dife­rencias humanas. Algunas razas, como las clásicas, por ejemplo, pasan de la primera a la segunda por una escala gradual de ideas regularmente clasificadas y más generales cada vez; otras, como las germáni­cas, realizan la misma travesía por saltos, sin unifor­midad, después de largos y vagos tanteos. Algunas, como los romanos y los ingleses, se detienen en los primeros escalones; otras, como los indos y alemanes, suben hasta los últimos. Si ahora, después de haber considerado el tránsito de la representación a la idea, se examinase el tránsito de la representación a la re­solución, se encontrarían diferencias elementales de la misma importancia y del mismo orden, según que la impresión es viva, como en los climas del Mediodía, o pálida, como en los climas del norte; según que lleva a la acción desde el primer instante, como sucede en los pueblos bárbaros, o tardíamente, como ocurre en las naciones civilizadas; según que es o no susceptible de acrecentamiento, de persistencia y arraigo. Todo el sistema de las pasiones humanas, todas las condiciones de la paz y de la seguridad públicas, todas las fuentes del trabajo y la acción derivan de ahí. Lo mismo su­cede con las otras diferencias primordiales: sus conse­cuencias abrazan toda una civilización, y pueden com­pararse a esas fórmulas algébricas que, en sus estrechos límites, contienen de antemano toda la curva cuya ley constituyen. No es que esa ley se cumpla siempre hasta el fin; a veces se encuentran perturbaciones; pero, cuando así ocurre, no es que la ley sea falsa, sino que no ha obrado por sí sola. Nuevos elementos han venido a mezclarse a los antiguos; grandes fuer­zas extrañas han venido a contrariar las fuerzas pri­mitivas. Ha emigrado la raza, como el antiguo pueblo ario, y el cambio de clima ha alterado toda la econo­mía de la inteligencia y toda la organización de la so­ciedad. Ha sido conquistado el pueblo, como la na­ción sajona, y la nueva estructura política le ha impuesto hábitos, capacidades e inclinaciones que no tenía. La nación se ha instalado en medio de vencidos amenazadores, como los antiguos espartanos, y la obligación de vivir a la manera de tropa acampada ha tor­cido violentamente en un sentido único toda la constitución moral y social. En todo caso, el mecanismo de la historia humana es semejante. Siempre se encuen­tra como primitivo resorte alguna disposición muy ge­neral del espíritu, ora innata en la raza, ora adquirida por virtud de alguna circunstancia influyente. Esos grandes resortes hacen poco a poco su efecto, y al cabo de algunos siglos colocan a la nación en un nue­vo estado religioso, literario, social, económico: con­dición nueva que, unida al esfuerzo renovado de tales factores, produce otra condición, ya buena, ya mala, ora con lentitud, ora con rapidez, y así sucesivamente; de modo que el movimiento total de cada civilización distinta, puede considerarse como resultado de una fuerza permanente, que a cada instante modifica su obra, alterando las circunstancias en que actúa.

V

Las tres fuerzas primordiales: la raza, el medio y el momento.

     Tres fuentes diversas contribuyen a producir ese estado moral elemental: la raza, el medio y el mo­mento. Lo que se llama la raza son esas disposiciones innatas y hereditarias que el hombre aporta consigo, y que van unidas, por lo común, a marcadas diferen­cias de temperamento y de estructura corporal. Va­rían según los pueblos. Hay naturalmente variedades de hombres, como de toros y de caballos: unas valerosas o inteligentes y otras tímidas y de cortos alcan­ces; unas capaces de concepciones y de creaciones superiores, y otras reducidas a las ideas y a las in­venciones rudimentarias; algunas dispuestas más especialmente para ciertas obras y dotadas más rica­mente de ciertos instintos, al modo como se ven castas de perros de aptitudes especiales para la carrera, o para el combate, o para la caza, o para la custodia de las casas o de los rebaños. Hay aquí una fuerza definida, tan definida, que, al través de las enormes desviaciones que los otros dos motores la imprimen, se reconoce aún; y una raza, como el antiguo pueblo ario, diseminada desde el Ganges basta las Hébridas, establecida en todos los climas, escalonada en todos los grados de la civilización, transformada por treinta siglos de revoluciones, manifiesta, sin embargo, en sus lenguas, en sus religiones, en sus literaturas y en sus filosofías, la comunidad de sangre y de espíritu que enlaza hoy aún a todos sus vástagos. Por diferen­tes que esos vástagos sean, no ha desaparecido su pa­rentesco; por mucho que hayan labrado la selvati­quez, el cultivo y el injerto, las diferencias de cielo y de suelo, y las prósperas o adversas vicisitudes, han subsistido los grandes rasgos de la forma original, y se descubren los dos o tres lineamientos principales de la impresión primitiva bajo las impresiones secun­darias que el tiempo ha superpuesto. Nada tiene de asombroso esa tenacidad extraordinaria. Aunque la inmensidad de la distancia no nos deje entrever más que a medias y a una incierta luz el origen de las espe­cies [1], los hechos de la historia iluminan bastante los hechos anteriores a la historia, para explicar la casi inquebrantable solidez de los caracteres primor­diales. Cuando quince, veinte, treinta siglos antes de nuestra era, los encontramos en un ario, en un egip­cio, en un chino, esos caracteres representan la obra de un número de siglos mucho mayor, quizá la obra de millones de años. Porque, desde el punto y hora en que un animal vive, es menester que se amolde a su medio: respira, se renueva, se conduce de distinto modo, según el aire, los alimentos y la temperatura.

     Un clima y una situación diferentes engendran en él necesidades diferentes, y, por consecuencia, un siste­ma de acciones diferentes; y de aquí un sistema de hábitos diferentes, y en último resultado un sistema de aptitudes y de instintos diferentes. El hombre, obligado a mantenerse en equilibrio con las circuns­tancias, contrae un carácter y un temperamento en armonía con esas circunstancias; y su carácter, como su temperamento, son adquisiciones tanto más esta­bles cuanto más reiterada ha sido la impresión exterior y más antigua su transmisión por herencia a la progenitura. De forma que el carácter de un pueblo puede considerarse en cada punto como el resumen de todas sus acciones y de todas sus sensaciones prece­dentes, es decir, como una cantidad y como un peso, no infinito[2]  puesto que todas las cosas de la na­turaleza son limitadas, pero si desproporcionado con lo restante y casi imposible de levantar, en atención, a que ha contribuido a agravarle cada minuto de un pasado casi infinito, y a que, para vencer la balanza, habría que acumular en el otro platillo un número de acciones y de sensaciones mayor aún. Tal es la primera y la más rica fuente de esas facultades matrices de donde derivan los acontecimientos históricos; y desde luego se ve que, si es poderosa, es porque no constituye un simple manantial, sino una especie de lago y como un depósito profundo donde los otros ma­nantiales han ido aglomerando sus propias aguas du­rante una multitud de siglos.

     Cuando se ha reconocido así la complexión interior de una raza, hay que considerar el medio en que vive. Porque el hombre no está solo en el mundo, sino que le envuelve la naturaleza y le rodean los otros hom­bres. Así sobre la impresión primitiva y permanente se extienden las impresiones accidentales y secunda­rias, y las circunstancias físicas o sociales alteran o completan la condición original. Ora es el clima el que hace su efecto. Aunque no podamos seguir más que oscuramente la historia de los pueblos arios desde su patria común hasta sus patrias definitivas, cabe afir­mar, con todo, que la profunda diferencia que separa a las razas germánicas de las latinas y helénicas, procede en gran parte de las comarcas en que se han establecido: unas en los países fríos y húmedos, en el fondo de ásperas selvas pantanosas o a orillas de un océano bravío, viéndose reducidas a las sensaciones melancólicas o violentas, estimuladas a la embriaguez y a la alimentación fuerte, inclinadas a la vida mili­tante y carnicera; las otras, al contrario, en medio de los más bellos paisajes, a orillas de un mar resplande­ciente y risueño, invitadas a la navegación y al co­mercio, exentas de las necesidades groseras del estó­mago, dirigidas desde el principio hacia los hábitos sociales, hacia la organización política, hacia los sentimientos y las facultades que desenvuelven el arte de hablar, el talento de gozar, la invención de las ciencias, de las letras y de las artes. Ora han trabajado las circunstancias políticas, como en las dos civiliza­ciones italianas: la primera convertida por entero hacia la acción, la conquista, el gobierno y la legisla­ción, por la situación primitiva de una ciudad de re­fugio, de un emporium de frontera, y de una aristocracia armada que, importando y regimentando bajo sus órdenes a los extranjeros y a los vencidos, ponía en pie, uno frente a otro, dos cuerpos hostiles, y no en­contraba solución para sus dificultades interiores ni desahogo para sus instintos rapaces más que en la guerra sistemática; la segunda, privada de la unidad y de la gran ambición política por la permanencia de su forma municipal, por la situación cosmopolita de su papa y por la intervención militar de las naciones vecinas, dejándose llevar totalmente por la pendiente de su magnífico y armonioso genio hacia el cultivo de la voluptuosidad y de la belleza. Ya, en fin, han im­preso su sello las condiciones sociales, como hace dieciocho siglos mediante el cristianismo, y veinticinco siglos mediante el budhismo, cuando, así en torno del Mediterráneo como en el Indostán, las consecuencias extremas de la conquista y de la organización aria trajeron la opresión intolerable, el anonadamiento del individuo, la desesperación completa, la maldición lanzada sobre el mundo, con el desarrollo de la meta­física y de la meditación soñadora, y cuando el hom­bre, en su calabozo de miserias, concibió la abnega­ción, la caridad, el amor tierno, la dulzura, la humil­dad, la fraternidad humana, allí ante la idea de la nada universal, aquí bajo la paternidad de Dios.

     Obsérvense los instintos reguladores y las faculta­des implantadas en una raza, obsérvese el sentido en que hoy piensa y obra, y se verá las más de las veces cómo es la resultante de alguna de esas situaciones prolongadas, de esas circunstancias envolventes, de esas persistentes y gigantescas presiones sufridas por una masa de hombres que, uno a uno, y todos juntos, no han cesado de plegarse y amoldare a sus exigencias de generación en generación: en España, una cruzada de ocho siglos contra los musulmanes, prolongada aún más allá y hasta el agotamiento de la nación por la expulsión de los moros, el despojo de los judíos, el establecimiento de la inquisición y las guerras católicas; en Inglaterra, una constitución política de ocho siglos que permite al hombre mantenerse erguido y respetuoso, indepen­diente y obediente, y le acostumbra a luchar en masa bajo la autoridad de la ley; en Francia, una organi­zación latina que, impuesta en un principio a bárba­ros dóciles, y deshecha luego en medio de la demoli­ción universal, se rehace de suyo bajo la conspiración latente del instinto nacional, se desarrolla bajo reyes hereditarios, y acaba en una especie de república igualitaria, centralizada, administrativa, bajo dinas­tías expuestas a revoluciones. Esas son las más efica­ces entre las causas observables que modelan al hom­bre primitivo; son para las naciones lo que la educa­ción, la profesión , la condición y la residencia para los individuos; y parecen abrazarlo todo, puesto que abrazan todas las potencias externas que labran la materia humana, y por cuya virtud el exterior obra sobre el interior.

     Hay, sin embargo, un tercer orden de causas, por­que, juntamente con las fuerzas del interior y del ex­terior, existe la obra que han realizado ya; y esa obra contribuye a su vez a producir la que sigue: además del impulso permanente y del medio dado, existe la velocidad adquirida. Cuando actúan el carácter na­cional y las circunstancias ambientes, no actúan sobre una tabla rasa, sino sobre una tabla donde se han marcado ya impresiones. Según se toma la tabla en un momento o en otro, la impresión es diferente; y eso basta para que el efecto total sea diferente. Notad, por ejemplo, dos momentos de una literatura o de un arte: la tragedia francesa, bajo Corneille y bajo Voltaire; el teatro griego, bajo Esquilo y bajo Eurípides; la poesía latina, bajo Lucrecio y bajo Claudiano; la pintura italiana, bajo Vinci y bajo Guido. Claro es que la concepción general no varía de uno a otro de esos puntos extremos: siempre es el mismo el tipo humano que se trata de representar o de pintar; el molde del verso, la estructura del drama, la especie de los cuerpos han persistido. Pero entre otras dife­rencias , hay esta: que uno de los artistas es el pre­cursor, y el otro el sucesor; que el primero no tiene modelo, y el segundo tiene un modelo; que el primero ve las cosas frente a frente, y el segundo ve las cosas por el intermedio del primero; que se han perfeccionado varias grandes partes del arte ; que han dis­minuido la sencillez y la magnitud de la Impresión; que han aumentado el atractivo y el refinamiento de la forma; en resumen, que la primera obra ha deter­minado la segunda. Pasa aquí con un pueblo lo que con una planta: la misma savia, bajo la misma tem­peratura y sobre el mismo suelo, produce, en los di­versos grados de su elaboración sucesiva, formacio­nes diferentes, botones, flores, frutos, semillas; y de tal modo que cada una tiene siempre por condición la anterior, y nace de su muerte. Si miráis ahora, no ya un corto momento, sino uno de esos vastos des­arrollos que abrazan uno o varios siglos, como la Edad Media, o nuestra última época clásica, la conclusión será la misma. En cada uno de esos períodos reina cierta concepción dominante; los hombres, durante doscientos o quinientos años, se representa cier­to modelo ideal del hombre: en la Edad Media, el caba­llero y el monje; en nuestra edad clásica, el hombre de corte y el purista. Esa idea creadora y universal se manifiesta en todo el campo del pensamiento y de la acción, y después de llenar el mundo con sus obras involuntariamente sistemáticas, palidece y muere, surgiendo después una nueva idea, destinada a la misma dominación y a la misma multiplicidad de crea­ciones. Poned aquí que la segunda depende en parte de la primera, y que la primera, combinando su in­flujo con el del genio nacional y de las circunstancias, es la que va a imponer a las cosas nacientes su sesgo y dirección. Según esta ley, se forman las grandes corrientes históricas, o sean, los largos reinados de una forma de espíritu o de una idea matriz, como ese período de creaciones espontáneas, que se llama el Re­nacimiento, o ese período de clasificaciones oratorias que se llama la edad clásica, o esa serie de síntesis místicas, que se llama la época alejandrina y cristia­na, o esa serie de florecimientos mitológicos que se encuentra en los orígenes de Germania, de India y de Grecia. No hay aquí, como dondequiera, más que un problema de mecánica: el efecto resultante es un compuesto determinado totalmente por la magnitud y dirección de las fuerzas que le producen. La única di­ferencia que separa estos problemas morales de los problemas físicos, es que las direcciones y las magnitu­des no se dejan valuar ni precisar en los primeros como en los segundos. Si una aspiración, si una fa­cultad es una cantidad susceptible de grados como una presión o un peso, esa cantidad no es medible como la de una presión o un peso. No podemos fijarla en una fórmula exacta o aproximada; no podemos tener ni dar acerca de ella más que una impresión literaria; nos vemos reducidos a notar y citar los hechos salien­tes en que se manifiesta, y que indican sobre poco más o menos, grosso modo, hacia qué altura de la escala hay que colocarla. Pero aunque los medios de notación no son los mismos en las ciencias morales que en las físicas, sin embargo, como la materia es la misma y se compone igualmente de fuerzas, de direc­ciones y de magnitudes, puede decirse que, en unas como en otras, el resultado final se produce según la misma regla. Es grande o pequeño, según que las fuerzas fundamentales son grandes o pequeñas, y ac­túan más o menos exactamente en el mismo sentido, según que los efectos distintos de la raza, del medio y del momento se combinan para sumarse unos con otros, o para anularse unos a otros. Así se explican las largas incapacidades y los brillantes triunfos que se registran irregularmente y sin razón ostensible en la vida de un pueblo: tienen por causas concordancias o contrariedades interiores. Hubo una de esas concor­dancias cuando, en el siglo XVII, se aunaron el carác­ter sociable y el genio de la conversación innatos en Francia con los hábitos de salón y la boga del análi­sis oratorio, o cuando, en el siglo XIX, el flexible y profundo genio de Alemania vio lucir la edad de las síntesis filosóficas y de la crítica cosmopolita. Hubo una de esas contrariedades cuando, en el siglo XVII, el rudo y solitario genio inglés intentó asimilarse la urbanidad nueva, o cuando, en el siglo XVI, el lúcido y prosaico espíritu francés procuró inútiltnente engen­drar una poesía viva. Esa concordancia secreta de las fuerzas creadoras es la que produjo la acabada cortesanía y la literatura majestuosa y regular bajo Luis XIV y Bossuet, la metafísica grandiosa y la am­plia simpatía crítica bajo Hegel y Goethe. Esa con­trariedad secreta de las fuerzas creadoras es la que produjo la literatura incompleta, la comedia escanda­losa, el teatro abortado bajo Dryden y Wycherley, las malas importaciones griegas, los tanteos, las be­llezas menudas y parciales, bajo Ronsard y la Pléyade. Podemos afirmar con certidumbre que las creaciones desconocidas a que nos arrastra la corriente de los si­glos serán suscitadas y determinadas completamente por las tres fuerzas primordiales que si pudiesen medirse y cifrarse esas fuerzas, cabría deducir como de una fórmula las propiedades de la civilización fu­tura; y que si, a pesar de lo grosero de nuestras notaciones, y lo inexacto de nuestras medidas, queremos hoy formarnos alguna idea de nuestros destinos gene­rales, sobre el examen de esas fuerzas tenemos que fundar nuestras previsiones. Porque, al enumerarlas, recorremos

Voltaire, 1718, por Nicolás de Largillière

Voltaire, 1718, por Nicolás de Largillière

el círculo completo de las potencias acti­vas; y cuando hemos considerado la raza, el medio y el momento, es decir, el resorte interior, la presión exterior y el impulso ya adquirido, hemos agotado, no solo todas las causas reales, sino todas las causas posibles del movimiento.

VI

Cómo se distribuyen los efectos de una causa primordial —Comuni­dad de los elementos.—Composición de los grupos.—Ley de las dependencias mutuas.—Ley de las influencias proporcionales.

     Falta inquirir de qué modo se distribuyen los efectos de esas causas en una nación o en un siglo. Así como las aguas de un manantial elevado se reparten según las alturas, y descendiendo de piso en piso, hasta lle­gar al fin a la capa más baja del suelo, así la disposición de espíritu suscitada en un pueblo por la raza, el momento o el medio se difunde en proporciones dife­rentes y mediante descensos regulares por los diver­sos órdenes de hechos que componen su civiliza­ción[3]. Si se traza el mapa geográfico de un país a partir de la divisoria de las aguas, vemos dividirse las vertientes, por debajo del punto común, en cinco o seis cuencas principales, luego cada una de estas en varias cuencas secundarias, y así sucesivamente hasta que la comarca entera con sus millares de accidentes queda comprendida en las ramificaciones de esa red. De análoga suerte, si se traza el mapa psicológico de una civilización, se encuentran desde luego cinco o seis regiones bien delimitadas: la religión, el arte, la filosofía, el Estado, la familia, las industrias; des­pués, en cada una de esas regiones, departamentos naturales, y, en cada uno de esos departamentos, te­rritorios menores, hasta que se llega a esos detalles innumerables de la vida que observamos diariamente en nosotros y alrededor de nosotros. Si ahora se exa­minan y se comparan entre sí esos diversos grupos de hechos, se verá que están compuestos de partes, y que todos tienen partes comunes. Consideremos primeramente las tres obras principales de la inteligencia hu­mana: la religión, el arte y la filosofía. ¿Qué es una filosofía sino una concepción de la naturaleza y de sus causas primordiales, bajo forma de abstracciones y de fórmulas? ¿Qué hay en el fondo de una religión y de un arte sino una concepción de esa misma naturaleza y de esas mismas causas primordiales, bajo forma de símbolos y de personajes más o menos precisos, con la diferencia de que, en el primer caso, se cree que existen, y, en el segundo, que no existen? Considere el lector alguna de esas grandes creaciones del espíritu en la India, en Escandinavia, en Persia, en Roma, en Grecia, y verá que en todas partes el arte es una especie de filosofía sensibilizada, la religión una especie de poema tenido por verdadero, la filosofía una especie de arte y de religión reducida a las ideas puras. Así, pues, en el centro de cada uno de esos tres gru­pos hay un elemento común: la concepción del mundo y de su principio; y si difieren entre sí, es porque cada uno combina con el elemento común un elemento distinto: aquí el poder de abstraer; allí la facultad de personificar y de creer; más allá el talento de perso­nificar sin creer. Tomemos ahora las dos obras prin­cipales de la asociación humana: la familia y el Es­tado. ¿Qué es lo que constituye el Estado sino el sentimiento de obediencia por cuya virtud se reúne una multitud de hombres bajo la autoridad de un jefe? ¿Y qué es lo que constituye la familia sino el sentimiento de obediencia por cuya virtud la mujer y los hijos obran bajo la dirección del marido y del padre? La familia es un estado natural, primitivo y restringido, como el Estado es una familia artificial, ulterior y ampliada; y en la sociedad pequeña como en la gran­de, en medio de las diferencias debidas al número, al origen y a la condición de los miembros, se discierne fundamentalmente una misma disposición de espíritu que las aproxima y une. Suponed ahora que ese ele­mento común recibe del medio, del momento o de la raza caracteres propios, y es claro que todos los gru­pos en que entra se modificarán en consonancia. Si el sentimiento de obediencia no es más que temor[4], como en la mayoría de los Estados orientales, encon­traréis la brutalidad del despotismo, la prodigalidad de los suplicios, la explotación del súbdito, el servi­lismo de las costumbres, la inseguridad de la propie­dad, el empobrecimiento de la producción, la esclavi­tud de la mujer y los hábitos del harem. Si el senti­miento de obediencia tiene por raíz el instinto de la disciplina, la sociabilidad y el honor, como en Fran­cia, encontraréis la perfecta organización militar, la gran jerarquía administrativa, la falta de espíritu pú­blico juntamente con las sacudidas del patriotismo, la pronta docilidad del súbdito con las impaciencias del revolucionario, las genuflexiones del cortesano con las resistencias del caballero, el atractivo delicado de la conversación y de la sociedad con las miserias del ho­gar y de la familia, la igualdad de los esposos y la imperfección del matrimonio bajo el yugo necesario de la ley. Si, en fin, el sentimiento de obediencia tiene por raíces el instinto de subordinación y la idea del deber, como en las naciones germánicas, hallaréis la tranquilidad y felicidad del hogar, el sólido asiento de la vida doméstica, el desarrollo tardío e incompleto de la vida mundana, la innata deferencia hacia las dignidades establecidas, la superstición del pasado, el mantenimiento de las desigualdades sociales, el res­peto natural y habitual a la ley. De igual suerte, se­gún sea la aptitud de una raza para las ideas genera­les, así serán su religión, su arte, su filosofía. Si el hombre es naturalmente idóneo para las más amplias concepciones universales, a la vez que propenso a al­terarlas por la sobreexcitación nerviosa de su organi­zación, se verá, como en la India, una asombrosa profusión de gigantescas creaciones religiosas, un flo­recimiento espléndido de epopeyas desmesuradas y transparentes, un laberinto extraño de filosofías suti­les e imaginativas, tan conexas todas entre sí y tan penetradas de una savia común, que, por su amplitud, por su color, por su desorden, se reconocerán al punto como producciones del mismo clima y del mismo espíritu. Si el hombre, a la inversa, naturalmente sano y equilibrado, limita la extensión de sus concepciones para precisar mejor su forma, se verá, como en Gre­cia, una teología de artistas, dioses distintos separa­dos pronto de las cosas y transformados en personas casi desde el primer instante, un sentimiento borroso de la unidad universal apenas conservado en la vaga noción del Destino, una filosofía sutil y precisa más que grandiosa y sistemática, limitada en la alta metafísica[5], pero incomparable en la lógica, la sofística y la moral, una poesía y un arte superiores por su claridad, por su naturalidad, su medida, su verdad y su belleza, a cuanto se ha visto nunca. Si el hombre, por último, reducido a concepciones estrechas y pri­vado de toda penetración especulativa, se halla a la vez absorbido y entumecido por las preocupaciones prácticas, se verá, como en Roma, dioses rudimenta­rios, simples nombres vacíos, buenos para anotar las menores particularidades de la agricultura, de la ge­neración y del hogar, verdaderas etiquetas domésticas y rurales, y, por tanto, una mitología, una filosofía y una poesía nulas o de préstamo. Aquí, como en to­das partes, se aplica la ley de las dependencias mu­tuas[6]. Una civilización forma cuerpo, y sus partes se relacionan a la manera de las partes de un cuerpo orgánico. Así como los instintos, los dientes, los miem­bros, el esqueleto y los músculos de un animal son cosas tan enlazadas que una variación de cualquiera de ellas determina en cada una de las otras una va­riación correspondiente, y algunos fragmentos bas­tan a un naturalista hábil para reconstruir mental­mente el cuerpo casi íntegro; así también, en una civilización, la religión, la filosofía, la forma de fa­milia, la literatura, las artes, componen un sistema donde todo cambio local trae consigo un cambio ge­neral; de suerte que un historiador perito que estudia una porción restringida del conjunto vislumbra de antemano y casi predice los caracteres del resto. Nada hay de vago en esa dependencia. Lo que la determina en un cuerpo vivo es, en primer térmi­no, la tendencia a manifestar cierto tipo primordial; en segundo término, la exigencia de poseer órganos que puedan proveer a sus necesidades, y de encon­trarse de acuerdo consigo mismo a fin de vivir. Lo que la determina en una civilización, es el hecho de presidir a cada gran creación humana un elemento productor igualmente presente en las otras creacio­nes, esto es, alguna facultad, alguna aptitud, alguna disposición eficaz y notable que, teniendo un carácter propio, le introduce consigo en todas las operaciones a que concurre, y, siempre que varía, hace variar las obras en que interviene.

VII

Ley de formación de un grupo.—Ejemplos e indicaciones.

     Llegados aquí, podemos entrever los principales rasgos de las transformaciones humanas, y empezar a investigar las leyes generales que rigen, no ya simples hechos, sino clases de hechos, no ya tal religión o tal literatura, sino el grupo de las literaturas o de las re­ligiones. Si se admitiese, por ejemplo, que una reli­gión es un poema metafísico acompañado de creencia; si se notase, además, que hay ciertos momentos, ciertas razas y ciertos medios, en que la creencia, la facultad poética y la facultad metafísica se despliegan juntamente con un vigor inusitado; si se considerase que el cristianismo y el budhismo nacieron en épocas de síntesis grandiosas y entre miserias semejantes a la opresión que sublevó a los exaltados de los Cévennes; si se reconociese, por otra parte, que las reli­giones primitivas surgieron al despertar la razón humana durante el más rico florecimiento de la fantasía, en tiempo del más hermoso candor y de la mayor cre­dulidad; si se reflexionase aún que el mahometismo apareció con el advenimiento de la prosa poética y la concepción de la unidad nacional, en un pueblo des­provisto de ciencia, en el momento de un

Edipo en Colono, por Jean Harriet Fulchran

Edipo en Colono, por Jean Harriet Fulchran

repentino desarrollo del espíritu, podría concluirse que una reli­gión nace, declina, se reforma y se trasforma según que las circunstancias fortifican y asocian más o me­nos íntima y enérgicamente sus tres instintos genera­dores, y se comprendería por qué es endémica en la India, entre cerebros imaginativos, filosóficos, exalta­dos por excelencia; por qué se despliega tan extraña y ampliamente en la Edad Media, en una sociedad opresiva, entre lenguas y literaturas nuevas; por qué volvió a levantarse en el siglo XVI con un carácter nuevo y un entusiasmo heroico en el momento del renacimiento universal y al despertar de las razas germánicas; por qué se multiplica en extrañas sectas en la ruda democracia americana y bajo el despotismo burocrático de Rusia; por qué, en fin, se encuentra hoy distribuida en Europa con proporciones y parti­cularidades tan diferentes según las diferencias de las razas y de las civilizaciones. Lo mismo ocurre con cada especie de producción humana, con la literatura, la música,las artes del dibujo, la filosofía, las ciencias, el Estado, la industria, etc. Cada una tiene por causa directa una disposición moral o un concurso de dispo­siciones morales: dada esa causa, aparece; ausente esa causa, desaparece; la debilidad o la intensidad de esa causa, miden su debilidad o su intensidad propias. Se liga a ella como un fenómeno físico a su condición, como el rocío al enfriamiento de la temperatura am­biente, como la dilatación al calor. Hay en el mundo moral, como en el mundo físico, pares de términos, tan rigurosamente encadenados y tan universalmente difundidos en el uno como en el otro. Todo lo que pro­duce, altera ó suprime el primer término de uno de esos pares, produce, altera o suprime, de rechazo, el segundo término. Todo lo que enfría la temperatura ambiente hace que se deposite el rocío. Todo lo que desarrolla la credulidad al mismo tiempo que las con­cepciones poéticas generales, engendra la religión. Así han sucedido las cosas; así seguirán sucediendo. Desde el punto en que sabemos cuál es la condición suficiente y necesaria de una de esas vastas apariciones, nuestra inteligencia abarca el porvenir como el pasado. Pode­mos decir con certidumbre en qué circunstancias de­berá renacer, prever sin temeridad varias partes de su historia próxima y bosquejar con circunspección algunos rasgos de su desarrollo subsiguiente.

VIII

Problema general y porvenir de la historia.—Método psicológico.— Valor de las literaturas.—Objeto de este libro.

     A tal altura se encuentra hoy la historia, o, más bien, está muy cerca de ella, en el umbral de esa in­vestigación. El problema planteado en este momento es el siguiente: dada una literatura, una filosofía, una sociedad, un arte, tal clase de artes, ¿cuál es el estado moral que la produce, y cuáles son las condiciones de raza, de momento y de medio más apropósito para producir ese estado moral? Hay un estado moral dis­tinto para cada una de esas formaciones y para cada una de sus ramas; lo hay para el arte en general, y para cada especie de arte; para la arquitectura, para la pintura, para la escultura, para la música, para la poesía; cada una tiene su germen privativo en el vasto campo de la psicología humana; cada una tiene su ley, y en virtud de esa ley la vemos surgir fortuita­mente, en apariencia, y completamente sola en medio de los abortos de sus congéneres, como la pintura en Flandes y en Holanda en el siglo XVII, como la poesía en Inglaterra en el siglo XVI, como la música en Ale­mania en el siglo XVIII. En esos momentos y en esos países, se han visto reunidas las condiciones necesa­rias para un arte, y no las precisas para los otros, y brotó una rama sola en medio de la esterilidad gene­ral. Esas reglas de la vegetación humana son las que al presente debe inquirir la historia; lo que importa es hacer esa psicología especial de cada formación; lo que importa es componer el cuadro completo de esas condiciones esenciales. Nada más delicado y más difí­cil. Montesquieu acometió la empresa; pero en su tiempo era demasiado nueva la historia para que pu­diese salir airoso: no se sospechaba siquiera el camino que debía seguirse, y apenas si hoy empezamos a entreverlo. Así como en el fondo la astronomía es un problema de mecánica, y la fisiología un problema de química, así en el fondo la historia es un problema de psicología. Hay sistemas particulares de impresiones y operaciones interiores que engendran respectiva­mente el artista, el creyente, el músico, el pintor, el nómada, el hombre social: en cada uno de estos va­rían la filiación, la intensidad, las dependencias de las ideas y de las emociones; cada uno de ellos tiene su historia moral y su estructura propia, con alguna dis­posición primordial y algún carácter dominante. Para explicar cada una de estas naturalezas habría que es­cribir un capitulo de análisis íntimo, y hoy apenas si se halla esbozado ese trabajo. Solo un hombre lo ha emprendido, Stendhal, merced a un sello singular de espíritu y de educación, y al presente aún la mayor parte de los lectores estiman sus obras paradójicas y oscuras: su talento sus pensamientos eran prematu­ros. No se han comprendido sus admirables adivina­ciones, las profundas frases que siembra como de pa­sada, la asombrosa exactitud de sus notaciones y de su lógica. No se ha visto que, con sus apariencias de hombre de mundo y en el tono de la conversación co­rriente, explicaba los mecanismos internos más com­plicados, ponía el dedo en los grandes resortes, e introducía en la historia del corazón los procedimientos científicos, el arte de cifrar, de descomponer y dedu­cir; no se ha visto que era el primero que señalaba las causas fundamentales, es decir, las nacionalidades, los climas y los temperamentos; que trataba, en suma, los fenómenos internos como deben tratarse, como na­turalista y como físico, haciendo clasificaciones y pe­sando fuerzas.

     Por todo eso se le ha juzgado seco y excéntrico, y ha permanecido aislado, escribiendo novelas, viajes, apun­tes, para los cuales solo deseaba y obtenía veinte lec­tores. Y, sin embargo, aun hoy, en sus libros es donde podrán encontrarse los ensayos más a propósito para allanar el camino que he tratado de describir. Nadie ha enseñado mejor a abrir los ojos y a mirar, a mirar ante todo los hombres que nos rodean y la vida pre­sente, y después los documentos antiguos y auténticos; a leer algo más que lo escrito, a ver, al través de la añeja impresión o de los garabatos de un texto, el sen­timiento exacto, el movimiento de ideas, el estado de espíritu en que el autor escribía. En sus publicaciones, en las de Sainte-Beuve, en las de los críticos alemanes, es donde verá el lector todo el partido que puede sacarse de un documento literario: cuando ese documen­to es rico, y sabemos interpretarle, descubrimos en él la psicología de un alma, frecuentemente la de un siglo, y a veces la de una raza. En este respecto, un gran poema, una bella novela, las confesiones de un hombre superior son más instructivas que un cúmulo de histo­riadores y de historias; yo daría cincuenta volúmenes de cartas y privilegios y cien volúmenes de protocolos diplomáticos por las memorias de Cellini, por las epís­tolas de san Pablo, por los coloquios de sobremesa de Lutero o las comedias de Aristófanes. Tal es la impor­tancia de las obras literarias: son instructivas porque son bellas; su utilidad crece con su perfección; y si su­ministran documentos, es porque son monumentos. Cuanto más visibles hace un libro las ideas y senti­mientos, más literario es; porque el oficio propio de la literatura es la notación de las ideas y sentimientos. Cuanto mayor es el número de ideas y sentimientos importantes que pone de relieve, más alto lugar alcan­za en la literatura; porque si un escritor logra atraerse las simpatías de toda una nación y de todo un siglo, es por representar la manera de ser de todo un siglo y de toda una nación. He aquí por qué, entre los diversos documentos que ponen delante de la vista la intimidad de las pasadas generaciones, el mejor incomparablemente es una literatura, sobre todo una gran literatu­ra: se parece a esos aparatos admirables, de una sen­sibilidad extraordinaria, por medio de los cuales disciernen y miden los físicos los más íntimos y delicados cambios de un cuerpo. Las constituciones y las religio­nes no llegan a tanto: los artículos de códigos y de catecismos no pintan jamás el espíritu sino grosso modo y sin delicadeza; si hay documentos en que adquieran vida la política y el dogma, son los discursos elocuentes del púlpito y de la tribuna, las memorias, las confesiones íntimas, y todo eso pertenece a la literatura; de modo que esta, amén de su propio dominio, abraza lo bueno de los demás. Así, pues, el estudio de las literaturas es el que ha de servir principalmente para construir la his­toria moral y encaminarse hacia el conocimiento de las leyes psicológicas de que dependen los acontecimientos.

     Yo me propongo aquí escribir la historia de una li­teratura e investigar en ella la psicología de un pueblo. No sin motivo escogí la inglesa. Había que encontrar un pueblo que tuviese una gran literatura completa, y eso es raro: existen pocas naciones que hayan pensado y escrito, verdaderamente, durante toda su vida. En­tre los antiguos, la literatura latina es nula al comien­zo, y después prestada e imitada. Entre los modernos, la literatura alemana presenta un gran vacío durante dos siglos[7]; la literatura italiana y la española aca­ban á mediados del siglo XVII. Solo la Grecia antigua y la Francia e Inglaterra modernas, ofrecen una serie completa de grandes monumentos expresivos. He ele­gido Inglaterra, porque, viviendo aún y estando some­tida a la observación directa, puede ser mejor estudia­da que una civilización destruida, de que no nos que­dan ya más que girones, y porque, siendo distinta de la nuestra, presenta más fácilmente caracteres acen­tuados a los ojos de un francés. Por otro lado, esa ci­vilización tiene la particularidad de que, a más de su desarrollo espontáneo, ofrece una desviación forzada por haber sufrido la última y la más eficaz de todas las conquistas, y de que los tres elementos de que ha salido: la raza, el clima y la invasión normanda, pue­den observarse en los monumentos con una preci­sión perfecta; de modo que, en esa historia, se estudian los dos motores más poderosos de las transformaciones humanas: la naturaleza y la presión exterior; y pue­den estudiarse sin incertidumbre ni laguna en una serie de monumentos auténticos e íntegros. Yo he tra­tado de definir esos primitivos resortes, de mostrar sus efectos graduales, de explicar cómo han acabado por dar vida a las grandes obras políticas, religiosas y li­terarias, y de exponer el mecanismo interno por cuya virtud el sajón bárbaro ha llegado a ser el inglés que vemos en el día.

[1]  Darwin: Del origen de las especies. — Prospor Lucas: De la herencia.

[2] Espinosa: Etica, 4.a parte, axioma.

[3] Consúltese, para ver esta escala de efectos coordinados: Renán: Lenguas semíticas, cap. i.—Mommsen: Comparación de las civilizaciones griega y romana, cap. n, vol. i, 3.a edlc.— Tocqueville: Consecuencias de la democracia en América, vo­lumen iii.

[4] Montesquien: Espíritu de las leyes, Principios de los tres gobiernos.

[5] La filosofía alejandrina no nace sino en contacto con el Oriente. Las concepciones metafísicas de Aristóteles son aisla­das, aparte de que en él, como en Platón, no son más que un bosquejo. Ved, en cambio, el vigor sistemático de Plotino, Proclo, Schelling y Hegel, o la audacia admirable de la especula­ción bralimánica y búdica.

[6] He procurado expresar esta ley varias veces, sobro todo en el prólogo de los Ensayos de crítica y de historia.

[7] De 1550 a 1750.

Acerca de Omar Osorio Amoretti

Omar Osorio Amoretti. Caracas (1987) es profesor e investigador (USB | UCAB). Licenciado en Letras y maestría en Historia de Venezuela por la Universidad Católica Andrés Bello. Ha publicado: José Rafael Pocaterra y la escritura de la historia (Equinoccio, 2018).
Esta entrada fue publicada en Archivo histórico, Uncategorized y etiquetada , , , , , , , , , . Guarda el enlace permanente.

Una respuesta a Historia de la literatura inglesa. Introducción. Hipólito Taine.

Deja un comentario