Una generación de escritores profesionales


De qué va el cuento. Antología del relato venezolano 2000-2012, por Carlos Sandoval. En el texto aparecen cuentos de Fedosy Santaella, Gisela Kozak Rovero, Gabriel Payares, Salvador Fleján, Enza García Arreaza, entre otros.

De qué va el cuento: antología del relato venezolano, 2000-2012, la última publicación de Carlos Sandoval por la editorial Alfaguara, podría pasar para el lector profano como una compilación más de textos narrativos a la que estamos acostumbrados a ver desde principios del siglo XX. Sin embargo, el peso académico del antólogo y sus años de dedicación al estudio del género en Venezuela han hecho de este título algo más que una recopilación: lo han convertido en documento y termómetro de un momento histórico específico. En vista del carácter novedoso y estimulante para la discusión académica que tiene esta edición, buscamos la oportunidad para hablar largamente con el profesor sobre su trabajo y la conseguimos. Lo que sigue líneas abajo es el resultado de aquella conversación

Un primer acercamiento al material

-Omar Osorio Amoretti: Primero que nada me gustaría saber con relación al texto algo particular: sabe que hay una tradición larga de antologías del cuento venezolano que va desde Julián Padrón y Arturo Uslar (1940) hasta una de las últimas que hizo Rubi Guerra en 2006. Todas muy variadas. Entonces, la suya es si se quiere dentro de las últimas que ha habido la más académica: está más centrada en autores del siglo XXI relativamente nuevos, sin traer a autores ya más o menos conocidos de los ochenta…

-Carlos Sandoval: Pero las otras también tienen sus parámetros específicos, aunque no sean como tú dices criterios “propiamente académicos”, porque toda antología debe tenerlos para establecer el mapa de lo que va a recoger el antólogo. Lo digo en beneficio de los colegas que han hecho antologías –Rubi Guerra o José Balza– que no son antologías académicas, pero que también son útiles porque le permiten al lector, en general, tener una visión panorámica, un primer acercamiento al material. La verdad, De qué va el cuento es una suerte de homenaje que le hago a la antología de Julio Miranda publicada en 1998: El gesto de narrar, que me parece una de las mejores de cierre del siglo XX porque es una muestra planeada, desde el punto de vista cronológico del nacimiento de los autores, que brinda datos y rasgos pertinentes sobre el conjunto de materiales que recopila. Ese prólogo de El gesto de narrar es, sin duda, excelente.la foto (39)

O.O.A.: Estoy de acuerdo con usted. El gesto de narrar es una de las más centradas en esa idea de tratar de ver el sistema literario, cómo se ha llevado a cabo la dinámica de los escritores a lo largo del tiempo y que usted ha querido continuar…

C.S.: Trato de seguir, como lo digo en el prólogo, la línea emprendida por Julio Miranda; trato de conectar mi antología con lo que él dejó fuera por razones de tiempo y porque no era su objetivo. Trato de adherirme, pues, a esa tradición. No sé si lo logro, pero me gustaría haberlo logrado.

Toda antología es una apuesta personal

O.O.A.: Yo creo que sí lo logra. Esto me lleva a realizar la pregunta que inicialmente preparé para esta entrevista: estamos en el 2013 y una de las cosas que ha dicho la gente interesada en el estudio de la literatura es que ha habido estudios aislados de los autores, pero no una visión global; esta pregunta, entonces, resulta obligatoria: ¿cuán necesaria se hacía para la labor crítica una antología de esta naturaleza?

C.S.: Lo que las antologías buscan es dar un estado actual del género que recopilan. Es decir, las antologías tienen el beneficio o la utilidad de mostrar justamente cómo se está moviendo el género que antologas, cómo se materializan ciertas obsesiones, ciertos temas, ciertas estructuras. En ese sentido, creo que las antologías son útiles, porque además de mostrarte un panorama de cuentistas quizá desconocidos, y de otros ya reconocidos, permite que el crítico y el lector interesado en el desarrollo de la literatura específica de un país vea cuáles son los materiales importantes según ese antólogo; porque en el fondo toda antología es una apuesta personal: depende del criterio, el cual puede ser “caprichoso” o “académico”, o, incluso, histórico. Así, una antología histórica de este período, por ejemplo, tendría que incluir todos los materiales que se han publicado. Más aún: mencionabas al principio las antologías que se han hecho en Venezuela. Son muchas, pero la primera no es la de Padrón: la primera es de 1923, de Valentín de Pedro. Esa es realmente la primera antología del cuento venezolano, porque en el siglo XIX hubo compilaciones donde se incorporaban cuentos, pero no eran exclusivamente muestrarios de cuentos.

O.O.A.: Como la de José María Rojas.

la foto (41)C.S.: Sí, la de José María Rojas: la Biblioteca de escritores venezolanos contemporáneos del año 1875. ¿Pero qué ocurre? Que solo en el lapso que cubre la antología que preparé, es decir, entre 2000 y 2012 se han publicado alrededor de treinta muestras. Pero no compilaciones para recoger específicamente el material de ese lapso, sino históricas: La vasta brevedad, El hilo de la voz (que es una antología de varios géneros), 21 del XXI, 46 cuentos, un país; Cuentos sin palabrotas (compilada por Fedosy Santaella). Y las regionales: hay una de cuentistas del estado Sucre y tres del estado Mérida, por ejemplo.

la foto (40)¿Qué indica eso? Que hay quizá una necesidad de acercamiento panorámico, como dices, de un estudio amplio. Volviendo a tu pregunta: antologías como esta quizá sirvan, entonces, para conocer nuevo material (la de Rubi Guerra también y Las voces secretas, y la última de Balza: la quinta edición de El cuento venezolano donde se incorporan autores mucho más recientes).

O.O.A.: Que en esa última por cierto se agregan cosas nuevas sobre lo ya hecho.

C.S.: Claro, lo que hace Balza es justamente eso. Es una antología que busca siempre sumar (aunque en alguna edición, por razones editoriales, se vio obligado a reducir; me refiero a la que publicó el Círculo de Lectores). Aparecen nombres nuevos y él los incorpora. Incluso en esta última hizo retroceder el punto de inicio de su recorrido: antes comenzaba a principios del siglo XX, ahora arranca en la etapa precolombina.

O.O.A: Otra cosa de la que me gustaría hablar es sobre la elaboración del libro. ¿Cuánto tiempo le tomó afinar los criterios de lectura, realizar la selección y decirse: “Bueno, estos son los que van”?

C.S.: Siempre se tiene que acotar la investigación. En crítica literaria es necesario hacer, por fuerza, ese procedimiento. Me llevó un tiempo relativamente largo en ese sentido. Siempre estoy leyendo narrativa venezolana, pero cuando surgió la posibilidad de publicar esta antología con Alfaguara, leí sistemáticamente lo que habían hecho las editoriales privadas desde el inicio del lapso que escogí, que es el año 1994 (ya voy a explicar por qué), hasta el 2012. Hacia 2003, 2004, por otro lado, se comenzó a hablar de un boom de la narrativa venezolana; ese fue otro de los fenómenos que quise indagar: si había o no boom. No hay boom como tal (esa es otra discusión). Me puse como límite el año 94 y leí mucho material de las casas privadas, pero también de las estatales, porque las editoriales del Estado (El perro y la rana, La Casa de Las Letras Andrés Bello, Monte Ávila Editores, Fundarte) también han publicado mucha narrativa. Narrativa que a veces algunos colegas –un poco parcializados desde el punto de vista político– no han tomado como corpus de estudio para conocer el estado de la cuestión en la actualidad. En fin, me llevó un par de años entre leer, fijar los criterios y armar la antología.

De izquierda a derecha: Federico Vegas, Héctor Torres y Roberto Echeto

Parto del año 94 porque la antología de Julio Miranda se detiene en el año 96, aunque se publica en el 98. Pero en el año 96 él entrega los materiales a Monte Ávila, aun cuando realmente había cerrado la investigación en el 94. La cerró en el 94 porque (como los procesos editoriales en Venezuela suelen ser de ese modo) Monte Ávila le pidió entregar el material ese año; lo entrega y se da cuenta de que no iba a salir en la fecha prometida y entonces trata de ampliar más el espectro de lo que había recogido: revisa un poco el 95 y el 96 pero no tan rigurosamente como lo había hecho hasta el año 94. Por eso parto del 94 con el primer libro de cuentos de Federico Vegas, porque también me percaté de que quienes estudiamos la narrativa de los 90 no incluimos a autores que, en la primera década del XXI, se han convertido en figuras representativas: Federico Vegas, Roberto Martínez Bachrich, Roberto Echeto, Héctor Torres, Mariano Nava, Luis Laya que habían publicado libros hacia finales de los 90, pero que realmente cristalizan su poética en la primera década del siglo XXI.

Arranco, entonces, en el 94. No incorporo a ninguno de los autores que los críticos incluyeron como parte de la narrativa del 90 e inicio con Federico Vegas. Mi criterio no era biológico: no me importaba la edad del narrador. Lo que me interesaba era observar cuándo publicaron por primera vez un texto narrativo independientemente de si antes hubiesen publicado cualquier otro tipo de libro, que es el caso del mismo Vegas, de Judit Gerendas, de Gisela Kozak; es decir, a mí lo que me interesa es ver cuándo estos narradores comenzaron a serlo públicamente. Por eso arranco en el 94. Por eso está Gerendas, quien ahora tiene setenta y tres años; Vegas, que tiene más de sesenta; Kozak, cincuenta. Pero también hay jóvenes que no llegan a treinta años: Enza García, Hensli Rahn, Dayana Fraile, Miguel Hidalgo.

Incluí cuarenta; pero no son todos. Son los que considero que tienen unas propuestas estéticas interesantes y que me permitían ver elementos a nivel temático, estructural, pulsional. Pero, claro, hay otros.

Hay boom editorial

O.O.A.: Llama la atención algo que usted ha mencionado, y no sé si maneja esa información: me refiero a la cifra de libros que se han publicado desde el año 2000 hasta el año 2012. En el siglo XX hubo publicaciones donde se contabilizaban las obras narrativas editadas desde sus orígenes, como ese trabajo de Osvaldo Larrazábal Henríquez y Gustavo Luis Carrera titulado Bibliografía integral de la novela venezolana (1842-1994).

C.S.: Tengo una lista de lo que se ha publicado o de lo que he conseguido que se ha publicado en narrativa desde 2000 hasta hoy. Pero en Venezuela no hay estadísticas sobre el mundo del libro. Esto porque el libro no está pechado por ningún tipo de impuesto. Imagino que las editoriales nunca dicen cuánto producen, cuánto venden, porque no les conviene desde el punto de vista comercial. Ve el caso de Chile: allí el libro tiene impuesto. Si compras un libro en Chile al ejemplar se le carga el IVA. Aquí no. Aquí compras un libro y la ganancia es casi toda para el librero, para el editor y acaso hasta para quien distribuye. Quizás esa sea una de las razones por las que no hay estadísticas. Con todo y que algunos editores señalan, a veces, la cantidad de ejemplares impresos.

Uno puede ir a la Biblioteca Nacional y conocer cuánto se ha publicado aparentemente en Venezuela examinando el registro ISBN. Porque hay una ley que prescribe que cada vez que se va a publicar un libro tiene que ser registrado. Pero ocurre que algunas editoriales registran el libro y nunca lo publican. No por razones dolosas ni nada por el estilo, sino porque se les acabó la plata, o porque era una edición de autor y a la persona se le terminó el dinero. Es decir, aparece registrado en el ISBN, pero nunca existió. También pasa lo contrario: hay gente que no registra los libros en el ISBN, aunque sea ley; como dice Rufino Blanco Fombona en su libro El conquistador español del siglo XVI: “La ley se acata pero no se cumple”; un viejo mal venezolano. Ya ves: no hay cifras.

No obstante, se puede decir que se publicó mucha novela en el lapso 2000-2012 y muchos libros de cuentos; también hubo muchas reediciones. El llamado boom, que para mí es boom editorial y no narrativo, incluyó muchas reediciones. En el lapso se reeditó a Victoria de Stefano, a Milagros Socorro, a Isaac Chocrón, a Stefania Mosca…

O.O.A.: A Ana Teresa Torres…

C.S.: Sí, a Ana Teresa Torres; lo repito: hubo muchas reediciones. Reediciones que también pueden ser síntoma de un boom editorial, claro. Probablemente esto indique que ahora hay más gente que quiere comprar libros, pero no por fuerza nuevos autores. En fin: no te puedo dar cifras exactas porque nadie aquí tiene eso (y si las tiene tal vez no le interesa difundirlas).

La otra mañana Daniel Fermín, del diario de El Universal, me escribió pidiéndome una lista de las antologías que se habían publicado según mis fichas: son más de treinta, incluyendo, como te decía antes, las antologías de este período (narradores del siglo XXI). Hay de todo y para todos los gustos y criterios.

Una antología debe tener un criterio claro

O.O.A.: Una cosa que tiene que ver con las antologías y que usted ya ha hablado es que es inevitablemente una obra incompleta, en tanto no muestra la totalidad representativa de un corpus específico. Sin embargo, el criterio del antólogo puede hacer del libro un texto referencial.

C.S.: Es lo que pretende todo antólogo.

O.O.A.: Entonces, en ese sentido, ¿qué aspectos cree usted que no deberían obviarse, desde el punto de vista teórico, a la hora de hacer una antología de cuentos venezolanos contemporáneos?

C.S.: O de poesía o de crónica. Lo que no se puede obviar es que los criterios deben estar perfectamente expuestos al lector. Esto es, que sean criterios claros. Si el criterio es biológico: que se mantenga en la selección. Si el criterio se basa en la primera vez que se publicó tal material de ese género: que sea visible. Que al lector se le explicite, sin ninguna duda, cuál fue la naturaleza conceptual que impulsó al antólogo a componer esa muestra. Que el lector sepa qué es lo que va a encontrar allí, y que no se tropiece con antologías que tienen solo dos paginitas de presentación y un conjunto de cuentos agrupados de manera farragosa, porque se cae en lo que señalaba Orlando Araujo: en la “inercia de las antologías”, en esas antologías del cuento venezolano que repiten autores y lo que hacen es cambiar los textos (y a veces hasta repiten el mismo relato).

Desde el punto de vista teórico, crítico y metodológico, lo ideal sería que cuando el lector de la antología lea el prólogo entienda por qué los autores compilados están allí, cuáles fueron los criterios; es decir, ¿por qué el antólogo siente que esos son trabajos creativos importantes? Evidentemente, como acabas de decir, una antología resulta siempre, sin duda, una parcialidad; pero como es perfectible trata de mostrar esa parcialidad como posible hipótesis de lectura de lo que está ocurriendo en el género seleccionado. En ese sentido, como dicen los sociólogos de la literatura, toda obra literaria resulta la parcialidad de una totalidad mayor. Pero esa muestra, si es realmente representativa –supongamos, una de las novelas de Gallegos o País portátil de Adriano González León– te permite, en el momento cuando aparece, proyectar una idea general de lo que está ocurriendo en el país.

De alguna manera, esa es la función de una antología. Las ha habido muy buenas en Venezuela: la del 55 de Meneses, por ejemplo, que marcó pauta e incluso canonizó autores que de otro modo nadie leería. De hecho, algunos desaparecieron. Se los tragó la vida. Blas Millán, por ejemplo, de quien se compila ahí su “La radiografía”. Y Salazar Domínguez, otro que también está recogido allí y que ha sido olvidado en el conjunto de nuestra narrativa, pero que tiene el mérito de haber aparecido en la antología de Meneses. Algunas antologías canonizan. Por eso insisto: siempre deben estar transparentemente expuestos los criterios: ¿por qué están estos autores y no otros? Siempre va a haber reparos. Pero los reparos disminuyen en la medida en que al lector le queden claros cuáles fueron esos criterios.

Eso es básico. Decir: “voy a hacer una antología de cuentos que no superen las cien líneas”. Muy bien, ahí está el criterio. ¿Que es muy difícil? Probablemente, pero tú te propusiste eso. O: “voy a hacer una antología de puros cuentos de homosexuales”. Muy bien. Pero que uno lea esa propuesta en el prólogo y que luego al pasar a la muestra descubre que no hay sino uno o dos relatos que cumplen con lo prometido resulta una estafa.

La literatura como modo de vida y como profesión

O.O.A.: Usted sabe que al final de su prólogo asegura que si “insisten (…), sus nombres harán parte en la historia de nuestro cuento en el siglo XXI”. Sin embargo, yo me pregunto: ¿la inclusión de estos nombres como representantes de una década no los convierte de por sí (al menos dentro del período demarcado) en referentes importantes para conocer los aspectos narrativos emblemáticos en los primeros doce años de este siglo?

C.S.: Creo que sí. Lo que acabas de decir es, sin duda, mi pretensión. Pero también creo que, si insisten, estos autores van a ser punto de referencia para algunas investigaciones posteriores y para el contexto general de la narrativa venezolana. ¿Por qué? Porque estos autores tienen una mayor conciencia del oficio, estos autores realmente han tomado la literatura como su modo de vida. No son autores que escriben, como ocurría en otros períodos, en los momentos de solaz. “Se acercan las vacaciones de julio, ¡ah, voy a escribir un cuento!” “Viene el concurso de cuentos de El Nacional: todos los fines de semana voy a ir armando un cuento”. No. Estos autores viven de la literatura, piensan en la literatura, están conectados desde el punto de vista laboral con actividades cercanas a la literatura; son profesores, editores, promotores, correctores, obviamente escritores; hacen crítica. Porque es la única manera en estos países (sobre todo en este país) de tratar de vivir de lo que a uno le gusta, de la vocación que uno tiene y que necesita seguir alimentando.

No quiere decir que antes no los hubo. En Venezuela ha habido autores que asumieron con todas las consecuencias y los riesgos que eso trae la actividad creativa; no solamente en la literatura, también en otras manifestaciones artísticas. Eso lo ha habido y te puedo dar ejemplos: Balza, el propio Guillermo Meneses. Ha habido varios casos importantes.

O.O.A.: Juan Calzadilla…

C.S.: Juan Calzadilla, Salvador Garmendia; Rómulo Gallegos, a quien incluso su trabajo literario le permitió trascender al mundo político, al paso de la creación de un imaginario sobre el país.

También ha cambiado el papel del escritor. En los años sesenta el narrador venezolano tenía una característica que lo marcaba y era que debía estar vinculado con las actividades públicas en el sentido en que era una voz que, como intelectual orgánico (siguiendo a Gramsci), tenía que dar opiniones políticas (como era el caso de Uslar Pietri). No es que eso haya desaparecido del todo en el período actual, pero ahora se observa que los autores están mucho más interesados en su figuración pública desde el punto de vista literario, les interesa mostrar una voz narrativa, su poética particular. Por eso me atrevo a señalar allí, con una corazonada crítica, que si estos escritores insisten van a trascender y van a ocupar un puesto representativo cuando en el futuro se hagan las evaluaciones sobre este período. Además, lo ves en el número de publicaciones que ya tienen algunos. Enza García tiene tres libros y solo veintiséis años. Lo observas en el caso de Roberto Martínez Bachrich que también tiene tres libros publicados, una biografía muy buena sobre Antonia Palacios, dos libros de poesía y varios trabajos críticos. También sería el caso de Rodrigo Blanco: hasta ahora tiene tres libros de cuentos. Es decir, estamos hablando de autores incorporados plenamente a su actividad literaria. Participan en concursos, escriben, tienen proyectos; hay un trabajo serio, riguroso, honesto.

la foto (37)O.O.A.: Ya hablamos más o menos de ciertas afinidades, que es lo que quería buscar desde los 90 hasta acá, pero también ha trabajado anteriormente la narrativa de esa década en La variedad: el caos, que se editó en el 2000. Ahora, ¿cree usted que haya alguna diferencia entre la producción de ese momento con esta que acaba de antologar?

C.S.: Siempre hay algunas similitudes, pues somos partes del mismo contexto; pero también, claro, diferencias. Una de ellas tiene que ver con que estos autores leen más. No es que los de antes no leían; lo hacían, pero me parece que no estaban muy preocupados por eso. Estos están mejor formados. Esa sería la primera diferencia: los narradores del 90 leían sin sistematicidad. Hay una nota a pie de página en la introducción de la antología donde señalo que estos narradores, salvo uno, tienen formación universitaria o están en camino de lograr un título. Esto me parece importante porque le da otro carácter, otra dimensión a los productos.

En los 90 –por eso el título de La variedad: el caos– no había una poética caracterizadora en la obra de los narradores. Se podían observar, por ejemplo, ciertas recurrencias en autores como Centeno, Zupcic y José Luis Palacios, respectivamente, desde el punto de vista temático y estructural, pero no se observaba una clara fundamentación poética en el conjunto de la narrativa de cada uno de ellos.

Soy de quienes creen que para poder postular una poética se requiere de unas lecturas bien perfiladas. En los 90 no se observa esa claridad. Había gente con ganas de escribir, y alguna lo hacía muy bien, pero el material resultaba muy dispar. Quizá en esto tenga que ver el contexto: aquella fue una década muy árida desde varios puntos de vista (artístico, económico, social) y eso siempre influye. Habría que recordar que en esa década las editoriales del Estado, las únicas que publicaban con constancia narrativa venezolana, disminuyeron tanto su actividad que casi fueron reemplazadas por las llamadas editoriales “alternativas”. Las editoriales alternativas fueron las que permitieron que algunos narradores se dieran a conocer, aunque esas editoriales, todo hay que decirlo, recibían dinero del Estado por la vía del desaparecido Consejo Nacional de la Cultura. Tenemos, entonces, una segunda característica: vista en su conjunto, en los 90 no había poéticas narrativas nítidas en las producciones de los autores. No digo que se requiera de una poética general que identifique los cuentos y novelas de un período; señalo que en la obra individual de los narradores de los noventa no observaba, salvo excepciones (José Roberto Duque), elementos tendentes a fundamentar poéticas narrativas particulares. Es una hipótesis de lectura; mi hipótesis de lectura, en todo caso.

Había también una suerte de comunidad de intereses extraliterarios en lo que hacían (o de actividades cercanas a la literatura, como establecer empresas editoriales), pero nunca se articularon como grupo. Si se estudia las editoriales alternativas de aquella época y a quiénes las regentaban, y si además se cotejan los nombres de quienes publicaban en ellas, cualquiera se percataría de que los vínculos amistosos eran obvios. Eso está bien, eso forma parte de la dinámica cultural de cualquier país, de cualquier comunidad lectora. Lo curioso es que los narradores del noventa no admitían que se les estudiará como parte de un grupo o de un lapso de coincidencia contextual y con naturales lazos de amistad e intenciones de difusión pública.

En el orden de lo estrictamente literario, hubo materializaciones interesantes como lo policial. Luego, un gusto por el manejo de lo fantástico, sobre todo hacia fines de los 90 y principios del XXI en algunos autores como Israel Centeno. Fijémonos en su caso: Centeno se da a conocer con una novela realista, Calletania de 1992, y después se decanta por un tipo de novela gótica. No es que un autor no pueda moverse en varios registros expresivos: Edgar Allan Poe lo hacía muy bien. No obstante, lo que se observa en los 90 es que los narradores se movían medianamente bien en algunas modalidades, pero no en todas.

Observo que, si lo comparamos con los 90, en este período se ha publicado mucho más por razones editoriales. Los propios autores de este lapso (2000-2012) tienen una poética más nítida, se interesan porque su nombre se mantenga en el imaginario del lector publicando con constancia y participando en la mayor cantidad de actividades de difusión de sus obras. Claro, hay que tomar en cuenta, también, el papel de las redes sociales. Ahora los blogs y las páginas webs, incluso el Twitter, permiten que las piezas se difundan mucho más rápido y con mayor cobertura. Hay diferencias materiales y extraliterarias, sin duda, pero desde el punto de vista estético la diferencia más importante es que no había una nitidez en las propuestas narrativas individuales, salvo –debo insistir– en uno que otro caso.

Hay autores de los 90 que desaparecieron del panorama de la narrativa. Sé que Luis Felipe Castillo (porque me lo dijo) está escribiendo mucho, pero no ha seguido publicando; de algún modo se ha autoexcluido de la narrativa actual por razones personales que no sé cuáles sean. Sigue escribiendo, pero pocos lo recuerdan hoy.

Lo mismo pasa con Fernando Cifuentes, quien se ganó incluso un concurso en España en 2002, ¿pero dónde está ahora? ¿Dónde está la nueva producción narrativa, en libros, de Cifuentes? Quienes se han mantenido en la memoria pública son Israel Centeno, Ricardo Azuaje y Rubi Guerra. El caso de Guerra es interesante: se ha convertido en una importante referencia estética –con toda razón– para algunos autores recientes de este período. Lo mismo ocurre con Miguel Gomes y, en menor grado, con Centeno.

Así pues, existe una marcada diferencia entre la narrativa de los 90 y esta de ahora: los de hoy son, para decirlo con una palabra que no le gusta a mucha gente, más profesionales.

Cada quien tiene el derecho de armar su propia biblioteca mental

O.O.A.: ¿Y no podríamos ver las características de esta narrativa de principios del siglo XXI como la consecuencia natural o el apogeo de un proceso que comienza en los años 80, con el retorno masivo por parte de los escritores a la anécdota como elemento principal de composición?

la foto (38)C.S.: Esa es la tesis de Barrera Linares, quien en el prólogo de Re-cuento dice que una de las cosas que observa en la narrativa de los 80 es la recuperación de la anécdota (la historia) como característica principal de la cuentística venezolana de aquellos años, como respuesta a la saturación experimental de los 70.

No sé si podríamos establecer esa conexión entre los 80 y el 2000, para englobar estos primeros años del siglo XXI. No obstante, Barrera Linares señalaba que en los 80 los autores asumieron también con más conciencia su oficio. Anota como ejemplos las obras de Ángel Gustavo Infante, Wilfredo Machado, Denzil Romero, Milagros Mata Gil, entre otras; sin duda una producción importante de aquella época. Había, sí, cierta conciencia del oficio. Podríamos hacer la conexión, entonces, solo si atendemos al hecho de que la conciencia del oficio de los narradores que surgen en los 80 no se manifiesta, sin solución de continuidad y vistos en conjunto, en los narradores del 90. Sin embargo, no creo que el profesionalismo demostrado por los narradores actuales se relacione directamente con el magisterio de la gente de los 80 porque la cesura de los 90 acaso ha impedido un mayor conocimiento, de parte de los autores recientes, de las trabajos de sus colegas de aquella etapa de fusión (sigo a Barrera Linares) de lo experimental con lo anecdótico. Además, y esto me parece una diferencia cardinal: los narradores del 80 leían más la tradición narrativa venezolana; los de ahora leen mucho, pero poca narrativa venezolana. Son lectores sistemáticos…

O.O.A.: ¿Le parece?

Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas, Ricardo Piglia, Paul Auster

C.S.: Sí. Leen mucha narrativa anglosajona, mucha narrativa europea. Mucho Paul Auster, mucho Bolaño, mucho Vila-Matas, mucho Piglia y algunos otros latinoamericanos.

Respecto de sus escasas lecturas de la tradición venezolana eso no es malo. Cada quien tiene el derecho de construir su biblioteca mental, sobre todo si es escritor. El escritor no tiene que dar clases, eso lo tenemos que hacer nosotros, los profesores. Si doy clases de literatura venezolana tengo que conocer, por fuerza, la tradición; pero un cuentista de Venezuela, pongamos por caso, no.

Lo digo porque Gabriel Jiménez Emán, cito un ejemplo, que comienza a publicar en los 70 y se convierte en un autor referencial en los 80, lee poco, según las notas que publica, a los autores actuales. Los casos de Gerendas y Kozak (a quienes recojo en la antología) son distintos: por razones profesionales ellas leen mucho más la tradición venezolana, son o han sido profesoras de literatura, no lo olvidemos. Insisto, entonces, en que no sé si podamos establecer una conexión entre los autores de los 80 y los surgidos ahora porque uno observa que los autores venezolanos que más mencionan los escritores actuales son, básicamente, Renato Rodríguez y Francisco Massiani. A veces, Gallegos, pero como un gesto en contra del parricidio, o porque “vamos a recuperarlo”; Humberto Mata…

O.O.A.: Meneses…

C.S.: Meneses, claro, pero se trata de puntualizaciones necesarias. Autor venezolano que no nombre o no haya leído a Meneses no es venezolano. Son alcabalas patrias, digamos. No sé si se puede establecer la conexión entre los 80 y estos 2000, debo repetirlo. Sería interesante estudiar esa posible relación; no sé, tampoco, si los autores actuales leen la narrativa de Ángel Gustavo Infante. Si lees, por ejemplo, el libro 24 de Luis Laya (24 se refiere al barrio 24 de julio de Petare), donde se materializa un ambiente muy cerricolero, digamos, no sabes si el autor establece un vínculo transtextual con lo que Infante había desarrollado en los 80 (tomado, a su vez, de Simón Barreto Ramos, y antes, de Meneses). No quiere decir que Laya se esté “fusilando” a Infante. Lo que observo es que quizá Laya no lo tiene como referente, pues no hay marcas que lo indiquen. Resulta curioso, entonces, que en la propia tradición venezolana los autores venezolanos actuales no se leen entre ellos; es lo que mi experiencia crítica me revela. Creo que esto ha pasado siempre. No se trata de mero prejuicio. Por fortuna, una de las cosas que la literatura venezolana, y la narrativa en particular, ha ido dejando es el prejuicio sobre su propia condición. Recuerdo haber participado en congresos y foros donde autores venezolanos hablaban mal de la literatura venezolana, sin darse cuenta de que al hacerlo despotricaban en contra de sí mismos.

En una ocasión le pregunté a un alumno (hoy día escritor): “Chamo, ¿y por qué tú no lees literatura venezolana?” “Porque no me gusta. Eso no sirve”. “¿Estás consciente de que si algún día llegas a escribir una novela, un cuento, un poema, vas a ser un autor venezolano?” Esto era una práctica natural: hablar barbaridades de la literatura venezolana. Claro, la única narrativa venezolana que un escritor del patio valoraba era la suya: “el grado cero de la escritura”, pues: la literatura venezolana comenzaba con él, o con ellos.

Vuelvo a tu pregunta: no sé si se puede establecer una conexión entre la narrativa de los 80 y la actual. Podría haber algún elemento. Pero siempre surgen dudas. Te doy otro ejemplo: Armando José Sequera. ¿Quién lee a Sequera? Un gran escritor, desde finales de los 70. Sequera tiene como sesenta libros publicados, entre narrativa, crónicas, ensayos, autoayuda. Se ganó el concurso de Casa de las Américas en el 79 con un libro de cuentos infantiles: Evitarle malos pasos a la gente. ¿Pero cuántos lo conocen, cuántos lo leen? Una curiosidad, ¿no? Su cuento “La ubicua muerte de Madame Charlotte”, recogido en Cuatro extremos de una soga, es un excelente relato que supera el uso del absurdo y lo fantástico en la obra de Julio Garmendia, uno de los primeros que utilizó con solvencia esas estrategias narrativas en Venezuela. En fin, los narradores actuales leen mucho, sistemáticamente, pero en su alforja, en su equipaje simbólico hay pocos autores venezolanos.

O.O.A.: Eso lo iba a conectar con una duda que me surgió leyendo la compilación. Es una cuestión si se quiere tradicional, porque nuestros antiguos narradores también hacían lo mismo…

C.S.: En los años 70 era un deporte hablar mal de Gallegos.

O.O.A.: Entonces usted cree que no hay muchos escritores que se hayan forjado en la propia tradición venezolana…

C.S.: Claro, pero como dije: eso no es reprochable. Un creador postula su poética y forja su biblioteca mental sobre la base de lo que le gusta: los autores que más lo impactaron, los temas, la estructura. Lo que sí es cuestionable es cuando escuchas, en foros públicos, a algunos narradores venezolanos hablando de la tradición sin tener idea de lo que dicen. Esto es un error frecuente: al ser reconocidos como novelistas o autores de cuentos algunos creen tener también la potestad de hacer crítica histórica, como si fuesen profesores. Advierto: no es que se tenga que ser profesor para escribir ni para dominar un contenido. Son dos cosas totalmente distintas. Un narrador tiene que escribir, ejercer su poética y alimentar esa poética con lo que lo motiva. Pero su biblioteca mental no tiene que estar armada, forzosamente, solo con materiales venezolanos; eso sería muy provinciano. Caeríamos en un chauvinismo estúpido –como todo chauvinismo– si pensáramos que un narrador venezolano debe leer a todos los narradores que en el país han sido, o son. Esto sería una suerte de nacionalismo conventual y, por supuesto, limitante. Además, como ocurre en toda literatura, la narrativa venezolana se halla permeada desde siempre por manifestaciones culturales extranjeras. Así pues, si un autor venezolano hace narrativa y le piden ir a hablar de narrativa venezolana desde el punto de vista histórico debería decir: “Mire, la verdad de eso no sé mucho. Yo puedo hablarle de los autores venezolanos que me gustan. Pero no podría dar una clase sobre el proceso de la narrativa venezolana”. Eso es lo honesto. A menos, claro, que se trate de un verdadero conocedor de la materia.

Lo mismo: un autor tiene pleno derecho a decir: “No leo a otros venezolanos, nunca he sentido curiosidad”, o porque no le gusta lo poco que leyó. Puede alegar: “a mí solo me gustan los autores argentinos”, o los autores anglosajones. Eso es lo saludable, esa es la manera de darse cuenta de que estamos ante escritores serios, profesionales. A veces algunos, vistos en aprietos y teniendo pocas lecturas venezolanas, intentan garabatear vínculos con una supuesta tradición local, pero a lo mejor su tradición viene por otro tipo de lecturas y lo más honesto –insisto– sería apelar a ella.

No es necesario, entonces, que un autor venezolano, porque haya nacido en este país, tenga que conocer toda su tradición. Aun cuando, desde el punto de vista personal, me parece que sería interesante que, si eres narrador, conocieses cómo ha sido y es el terreno en el cual te mueves. Porque siempre resulta motivador saber qué ocurre en tu propio contexto. Cuando era estudiante de literatura me interesaba saber qué se estaba haciendo literariamente en el país porque estaba estudiando Letras. Me parecía lógico que un estudiante de literatura caraqueño conociese la narrativa (y otras manifestaciones genológicas) de Venezuela, al menos desde el punto de vista referencial.

Debo insistir, sin embargo: la biblioteca mental de cada creador la labra él mismo. Si en esa biblioteca hay venezolanos, pues bien; pero puede que no haya, puede que haya más colombianos. Eso no es un motivo de alarma ni para hacerle a ese escritor venezolano un juicio por traición a la patria o ser motivo de escarnio. Cuando Jorge Volpi se ganó en 1999 el concurso Biblioteca Breve de Seix Barral con En busca de Klingsor, algunos mexicanos decían: “Bueno, ¿cómo es esto, este autor escribiendo sobre la Alemania Nazi y la posguerra? ¿Qué tiene que ver eso con los mexicanos?” Probablemente no tiene nada que ver con los mexicanos, pero sí tiene que ver con su tierra, digo yo. ¿Con cuál tierra? Con el planeta Tierra.

Es lo mismo que ocurre con la literatura venezolana. ¿Usted nació en Venezuela? Ah, entonces tiene que escribir sobre la tierra venezolana: el llano, el monte, las alimañas, las playas y así.

Todo narrador debe tener en la cabeza que va a escribir una obra de arte

O.O.A.: Pero usted sabe que dependiendo de la época, el sector letrado de la sociedad venezolana ha tenido algunos patrones específicos para valorar la calidad de las obras literarias. En un momento, fue la temática nacionalista o el carácter moral que representaran; en otro fue el estilo, según la ausencia y presencia de la retórica. Hoy en día, ¿cuáles cree usted que son los principales aspectos negativos que ha visto en el cuento que inciden en su calidad?

C.S.: Por razones contextuales, dependiendo del momento político e histórico, en algunos tramos de nuestro discurrir literario se valoró un tipo específico de narrativa.

Sin embargo, siempre valoro la narrativa sobre la base de que se trata de una obra de arte. Todo narrador, cuando se sienta a escribir, debe tener en la cabeza que va a escribir una obra de arte. Si el resultado es otro, eso es un asunto distinto; pero tiene que partir de esa base porque la narrativa, y la literatura en general, es una composición que busca convertirse en un objeto estético. Para que se convierta en objeto estético, por supuesto, tiene que haber un uso del lenguaje que atienda a la condición de esa búsqueda de resonancia artística. Tiene que haber el manejo adecuado de un tema y de una estructura para que se dé aquella resonancia. Lo negativo sería, entonces, que el escritor haga uso de la narrativa, como se hacía en el siglo XIX o a principios del XX, como un texto de difusión, básicamente, de ideas políticas, moralistas o sociales.

Toda narrativa, independientemente del momento histórico en el cual se realice, que olvide que de lo que se trata es de hacer una obra de arte es una narrativa condenada al fracaso (incluso antes de salir de las prensas), pues no estaría cumpliendo con la esencia que la hace, justamente, ser parte de la naturaleza humana: permitir que la sensibilidad de un autor se conecte con la del lector y de ese modo indagar las razones y sinrazones del alma y que tengan, de esta manera, resonancia universal, porque todos tendemos a ser iguales en los éxitos y en las derrotas. Es decir, un narrador que no atienda a estos elementos estaría desnaturalizando la función específica de la narrativa, en particular, y de la literatura, en general.

Pongamos por ejemplo la narrativa de Lucas García. Se trata de un autor que escribe muy apegado al cómic, pero aunque use estrategias discursivas del cómic, construye una obra narrativa donde ese sustrato ha sido transformado en otra cosa; es decir, utiliza el formato original del cómic y lo reconvierte en una novela o en unos cuentos, con lo cual produce unas piezas que logran transmitir sensaciones vinculadas con la violencia del entorno en varios niveles: lenguaje, temas y estructuras. En ese sentido, se puede decir que García París tiene una clara conciencia artística y domina los materiales del cómic, pero también de los géneros narrativos que practica.

En cambio, cuando leemos El día que nos mataron a Chávez, de Félix Suárez, una obra publicada en 2007, con una historia a favor del chavismo, te preguntas: “¿qué es esto?” Pues nada, en este caso el autor utiliza la narrativa para defender, claramente, una posición política. Lo mismo, por cierto, que hace Mario Silva en Josefina se arrechó y otros relatos (2006) e Israel Centeno, pero con otra orientación política, en El complot (2002). Al leer El complot te das cuenta de que Centeno lo que pretendió fue mostrar una necesidad temática: acabar, al menos metafóricamente, con Chávez. Porque, aunque no se nombre, es Chávez el presidente contra quien atenta el protagonista. En este sentido, se puede decir que esa obra se halla construida siguiendo los parámetros de una novela y funciona acaso como tal, pero no es artística.

De modo pues que: ¿cuáles son las obras que trascienden? Aquellas que tienen una firme orientación estética; un carácter que a veces se le escapa a los propios autores. La importancia de Doña Bárbara no descansa en el hecho de que en ella se trate el tema de la civilización contra la barbarie (que, bien mirado, podría tomarse como un asunto hasta panfletario); lo grande de Doña Bárbara es que los personajes secundarios –Juan Primito, el Brujeador, Pajarote– y la protagonista Doña Bárbara resultan construcciones que trascienden lo meramente literario para convertirse en símbolos de un modo de ser venezolano, pero también universal. Juan Primito, ese loco que le ponía sangre o miel y leche a unos pájaros llamados rebullones, queda en la memoria del lector como un personaje verosímil en cualquier contexto occidental; el Brujeador, el tipo que se suponía manejaba artes secretas y que en realidad era un ser oscuro y astuto que espiaba a quienes remontaban el río Arauca para luego irle con el cuento a Doña Bárbara para que esta quedara como una nigromante, ese personaje, digo, se fija para siempre en la memoria desde que aparece por primera vez en la novela. La propia Doña Bárbara es un gran personaje, tanto, que al final Gallegos no sabe qué hacer con ella: ¿se marchó?, ¿se cayó al tremedal? No importa saberlo. Lo que nos queda es la conciencia de que ese personaje es tan poderoso, tan impactante, que el artista, el autor, se da cuenta de que no puede deshacerse de él de manera simple y produce ese final abierto respecto de su último destino. Doña Bárbara no es el plano Santos Luzardo ni la edulcorada Marisela. En ese sentido, insisto, una obra narrativa rebaja su condición y se hace negativa cuando el autor concreto no se percata de que en realidad de lo que se trata es de crear arte. Si lo logra o no, ya eso se verá en el futuro, pero al sentarse a escribir el narrador debe tener la convicción de que hará una obra artística trascendente.

Caracas centro de discusión de la literatura del país

O.O.A.: Hay otra cosa interesante que noté en su antología. Ya usted habló de los estudios universitarios que tenían los narradores. Pero en ella también hay un predominio de autores que son caraqueños, o bien tienen una vida cultural, laboral e intelectual ligada estrechamente a la capital. Entonces, ¿sigue la calidad de la literatura venezolana anclada en los grandes centros urbanos o, por el contrario, permanece en nuestra historiografía literaria una tendencia a la, digámoslo así, “caraqueñización” de la historia literaria nacional?

C.S.: Una de las cosas más perniciosas de nuestro movimiento literario-cultural es el hecho de que si el producto no pasa por Caracas, no existe. Es cierto: hay un predominio de autores caraqueños en la antología pero no porque el antólogo, en este caso, se lo haya propuesto. Es que en Venezuela, desde siempre, todo está centralizado, y la literatura no escapa a esta dinámica. Hace poco, en Mérida, en una presentación de la antología, dije que una de las necesidades que tenemos los investigadores literarios es, justamente, ver qué pasa en los contextos regionales porque en este país hay muchos organismos que publican textos creativos: las alcaldías, las gobernaciones, las universidades, los colegios universitarios, las editoriales del Estado, los clubes profesionales. Ocurre entonces que se publica mucho, pero se difunde poco; lo que llega a las manos de quienes hacen reseñas en Caracas, de quienes estudian la literatura venezolana, es lo que realmente puede conocerse y, de ser el caso, llegar a trascender.

A veces la trascendencia no tiene que ver con lo estético, sino con el hecho fortuito de que el libro llegó a Caracas. Hay muchos autores desconocidos en la provincia venezolana. Uno los conoce porque va un día a dar una clase y alguien (tal vez el propio autor) te regala el libro; o lo compras porque te metiste en una Librería del Sur y ahí te tropiezas con el título. No hay una política, digamos, difusora de la producción editorial. Alguna vez este Gobierno quiso echar a andar una agencia literaria con la intención, entre otras cosas, de paliar este problema, pero hasta ahora eso no se ha logrado. De manera que Caracas sigue funcionando como el centro de discusión de la literatura del país. Lo que pasa por Caracas es lo que existe. Y quien vive y trabaja con literatura en Caracas es quien decide qué se comenta y difunde y a veces hasta qué es bueno o qué es malo estéticamente.

En efecto, la antología tiene esa impronta caraqueña. Pero incorporé un cuento de Sol Linares, quien vive en Escuque. Conocí su obra gracias al libro que le publicó Fundarte en 2010: Cuentafarsas, una segunda edición que se hizo acá en Caracas, porque la primera, casi clandestina, fue hecha en Trujillo en 2007. También incluí un texto de David Colina Gómez, que vive en el Táchira, pero con un libro debutante editado por El perro y la rana, obviamente en Caracas; de modo que traté de hacer una composición mucho más amplia para conocer lo que está ocurriendo en la narrativa venezolana y así disminuir la preeminente visión capitalina.

Autores como Víctor Bravo, Douglas Bohórquez, el propio Julio Miranda, que se consideran representativos en nuestra literatura, lo son porque tuvieron el buen

Julio Miranda. Foto: Miguel Gracia

Julio Miranda. Foto: Miguel Gracia

tino de publicar en Caracas (poesía o investigación) y sobre todo en Monte Ávila. De lo contrario, serían desconocidos. Hay un excelente semiólogo venezolano (fue discípulo de Barthes), narrador y poeta de la Universidad del Zulia: Víctor Fuenmayor, a quien solo conocemos algunos investigadores. Casi toda su obra está publicada en editoriales universitarias. Por ejemplo, El inmenso llamado, un penetrante estudio sobre la obra de Teresa de la Parra, editado en 1974 en la UCV. Pocos conocen ese trabajo, o sus novelas Zonambularia, de 1978, y ¿Qué tengo yo contigo?, de 1988. La razón de este desconocimiento se relaciona con lo que vengo diciendo: Fuenmayor vive en Maracaibo y aunque tiene un impresionante currículum de resonancia internacional, porque es especialista en danza y en cuerpo, pocos saben de él en Venezuela en virtud de que no mantiene vínculos con Caracas.

Hay un excelente cuentista –ya debe tener más de setenta años– Fortunato Malan. Tiene un interesante y sólido volumen titulado Chronica falsa publicado en 1999. Es un narrador desconocido por la mayoría de los críticos y de los lectores porque sus libros (tiene, recuerdo, al menos dos de narrativa) han sido publicados por el Centro de Estudios Literarios “José Antonio Ramos Sucre”, de Cumaná, en co-edición con el desaparecido CONAC [Consejo Nacional de la Cultura] y, como se sabe, esas ediciones no solían promocionarse ni difundirse. Así pues, estoy de acuerdo: lo que refleja un gran número de antologías es la preeminencia de la mirada caraqueña, sobre todo la de los críticos caraqueños radicados en las universidades que reciben material difundido en Caracas.

En Mérida hay una asociación de escritores que ha publicado tres antologías de cuentos. Conseguí una acá en Caracas, pero por mero azar. Hay, asimismo, una Antología de narratistas orientales, publicada en 1994, hecha por Chevige Guayke con piezas de autores nacidos en los estados Anzoátegui, Monagas, Sucre y Nueva Esparta. La tengo gracias a que me la regaló el difunto Armando Navarro, a quien el propio Guayke se la envió. A muchos de los autores compilados en esas muestras (las de Mérida y del oriente del país) pocos los conocen. ¿La razón?: el centralismo típico de este Estado nacional que detentamos desde el siglo XIX y que acaso contamina la manera como evaluamos nuestra literatura.

Hay muchos otros casos, como los de Alberto Quero y Milton Quero, respectivamente, narradores asentados de Maracaibo. Milton tuvo la fortuna de ganarse un concurso de novela importante, pero ha desaparecido del panorama narrativo nacional. Alberto, por su parte, tiene algunos de libros de cuentos publicados. A ambos los leo; a Milton desde cuando se dio a conocer con su novela Corrector de estilo, luego Monte Ávila le publicó un libro de cuentos, Hechos de habla; a Alberto porque lo conocí en un evento en Maracaibo y me regaló sus libros. Hoy les sigo la pista al menos por las redes sociales.

El caso de Norberto José Olivar, otro zuliano, ilustra bien lo que vengo diciendo: haber publicado en Alfaguara su novela Un vampiro en Maracaibo lo puso a circular entre lectores profanos y especialistas. Es un maracucho que se escucha en Caracas. ¿Pero cuántos narradores maracuchos habrá que aún no conocemos y que acaso están haciendo o han hecho ya buenas obras? Lo dicho: si no pasa por Caracas la obra no existe, lamentablemente.

El cuento una maquinaria difícil de practicar

O.O.A.: Más allá de las tendencias y las modas, es un hecho notorio que la producción numérica de la cuentística venezolana supera cómodamente a la novelística. La prueba más evidente es que resulta difícil encontrar novelistas que no hayan escrito cuentos, mientras que hallar cuentistas que no hayan realizado novelas es una tarea relativamente fácil. ¿Cómo explicaría usted la proliferación de una narrativa breve en un país donde, si bien el género es respetado y tiene una tradición que ha sido apoyada por instituciones culturales, el consenso general de la población lectora tiende a atribuirles mayor valor a los novelistas? No es casual, por ejemplo, que el premio más importante no solo de Venezuela, sino de Hispanoamérica, sea el Rómulo Gallegos, dedicado a ese género.

C.S.: Eso corresponde a una situación general. La novela tiene mayor prestigio en el contexto occidental porque se supone que es el género literario que permite mostrar mayor cantidad de propuestas temáticas y de proyección de los asuntos humanos. En el caso específico de Venezuela hemos tenido, sin duda, cuentistas puros: Antonio Márquez Salas, Igor Delgado Senior, Gustavo Díaz Solís, Julio Garmendia, aunque de este último hay algunos textos póstumos que parecen novelas cortas, como La motocicleta selvática.

Decía Julio Miranda, en el prólogo de El gesto de narrar, que muchos autores publicaban relatos quizá por falta de tiempo, porque tienen que dedicarse a varias actividades “ganapán”, como las llama. Esa podría ser una posible explicación de carácter contextual. Sin embargo, desde el punto de vista estético y estructural el cuento es un género mucho más complejo de construir. Con todo, es mucho más fácil terminar un texto narrativo breve –especulo– porque sus dimensiones permiten que un autor dedicado de manera sistemática a la escritura haga más cuentos. Por otro lado, hay una fortísima tradición cuentística en Venezuela, pero se respeta socialmente más a los novelistas.

Veamos los casos de Federico Vegas y de Francisco Suniaga. Vegas y Suniaga se dan a conocer a una edad madura como novelistas; Federico tiene excelentes cuentos, pero se le reconoce, básicamente, como novelista. Asimismo, si pensamos en Adriano González León o en Suniaga pensamos en sus novelas, no en sus cuentos. La novela tiene mayor impacto desde el 2000 por razones contextuales: por la situación política que vivimos, la cual impacta el imaginario. En la novela se trata de indagar las razones por las cuales llegamos a este desorden llamado “Revolución Bolivariana”: la polarización política, la debacle de la llamada “Cuarta República”. La novela se ha utilizado como ancla para difundir materiales y propuestas de carácter estético y temático que intentan explicar, en clave narrativa, este período político-social. No obstante, la proliferación de cuentistas es mucho más notoria que la de novelistas, pero estos últimos se hacen más famosos. Es el caso de Sánchez Rugeles, quien ha iniciado una carrera meteórica a partir del éxito simbólico y crematístico de su primera novela publicada.

Desde el punto de vista de la convención social, entonces, la novela tiene más prestigio acaso porque en el imaginario del lector existe la idea de que la narrativa de largo aliento, como se le llama, es mucho más compleja porque un novelista tiene que invertir –es lo que se cree– muchas más horas en la escritura de una novela que en la de un cuento. De manera pues que el novelista tiene más prestigio social que el cuentista. A veces, de manera empírica, pudiera pensarse que el cuento es un género chico, menor; pero resulta que se trata una delicada maquinaria difícil de practicar.

Por otra parte, ocurre que cuando los narradores se presentan como cuentistas en algún momento sienten la necesidad de escribir novelas. Al menos lo intentan, como Igor Delgado Senior quien hubo de reconocer que su talante de cuentista le impedía hacer una obra larga y lo que imaginó como la novela sobre un narcotraficante terminó en un contundente cuento: “Si me han de matar mañana”, recogido en el libro del mismo título. Sé que Rodrigo Blanco tiene una novela en reposo y que, probablemente, publicará en su momento. Rubi Guerra, sólido cuentista, ha publicado también novelas; de hecho, se mueve bien en los dos géneros, La tarea del testigo es una excelente pieza, digna de mayor reconocimiento. Ahora bien, y esto es un lugar común, un buen cuentista no resulta, forzosamente, buen novelista. Y viceversa.

Por ejemplo: cuando preparaba la antología le pedí algún material a Sánchez Rugeles; una vez leído, le escribí que mejor siguiera escribiendo novelas porque, hasta ahora, no me parece que funcione como cuentista. Sin retaceos, es un buen novelista; pero en el caso del cuento aún le falta garra. Veremos qué pasa con Rodrigo Blanco cuando aparezca su primera novela. Hay otro ejemplo: Miguel Gomes. Gomes es un solvente cuentista con piezas memorables; sin embargo, tiene novelas breves trabucadas como relatos que funcionan muy bien.

La novela, entonces, tiene mayor prestigio social. En el mercado editorial, a un novelista, incluso, se le da mayor cobertura y promoción que a un cuentista. En España, a Quim Monzó se le reconoce más como cuentista (aunque tiene algunas novelas), tanto, que Anagrama ha publicado varios títulos con sus cuentos debido  a su incontrovertible manejo del género. Hace poco murió Medardo Fraile, contundente cuentista español a quien se le marginó durante mucho porque solo publicó una novela. Una marginación sustentada en razones sociales y no en criterios estéticos. Tal vez se me refute señalando que el peso estético está ligado a lo sociológico. Sin duda, pero en este caso creo que el prestigio social de la novela es lo que nos obliga como lectores –y a veces como lectores profesionales–   a que se atienda más a ese género que al cuento.

Federico Vegas tiene cuentos excelentes. Escogí “La carpa”, pero “Las vacas”, compilado por Balza, es un relato sin par. Otro: el que abre La carpa y otros relatos, la antología que le publicó Alfaguara: “Mercurio”. No obstante, a Vegas se le reconoce más como novelista.

Igual pasa con Adriano González León. Hace un par de años, Carlos Pacheco, Luis Barrera Linares y yo tuvimos una discusión en torno de las proyecciones de la cuentística de González León en nuestra literatura, a propósito de un libro colectivo (en el cual fungimos de coordinadores) sobre el canon del cuento venezolano que saldrá publicado el próximo año. Decidimos excluir de ese posible canon la narrativa de González León y también la obra cuentística de Rómulo Gallegos. Por supuesto, la exclusión, debidamente explicada en los criterios que nos fijamos, traerá polémica. ¿Por qué los excluimos? Porque la figuración pública y la resonancia de sus respectivas obras, la posible escuela que dejaron ambos escritores fue en la novela, no en el cuento. En el caso de Gallegos es obvio porque Gallegos nunca imaginó un libro de cuentos; tiene tres libros de relatos, pero el primero lo armó a trompicones: Los aventureros, del año 1913. Los otros dos lo armaron un par de amigos: Luis Beltrán Pietro Figueroa y Ricardo Montilla, respectivamente. Se trata de La doncella y El último patriota, y de La rebelión y otros cuentos.

O.O.A.: Tengo entendido que La doncella es una obra de teatro.

C.S.: Sí, es una obra de teatro, pero apareció junto con la compilación de cuentos La doncella y El último patriota en el año 57, en México; “El último patriota” sí es un cuento. En ese volumen hay cuentos que Prieto Figueroa había dejado fuera de La rebelión y otros cuentos. Ambas compilaciones se organizaron repentistamente.

En el caso de González León –quien sí escribió volúmenes de cuentos– sus relatos no impactaron ni dejaron una secuela dentro del campo de la producción cuentística en Venezuela, como ocurrió con José Rafael Pocaterra o con Julio Garmendia. De nuevo: el prestigio social de la novela es lo que hace que algunos autores sean reconocidos en su condición de narradores de largo aliento y no como escritores de cuentos.

Antologar es mostrar el estado del género literario O.O.A.: Profesor, ya para terminar, ¿podríamos decir que es este el comienzo de un trabajo que se podría repetir en la década siguiente, digamos en el 2022, como un termómetro del devenir de nuestra narrativa corta?

C.S.: ¿La labor antológica?

O.O.A.: Sí.

C.S.: Probablemente. Me gusta hacer antologías porque eso me permite ir observando lo que está ocurriendo o ha ocurrido en nuestra narrativa. Tengo el deseo de escribir una historia personal de la narrativa venezolana. Sé que se trata de un trabajo humanamente difícil, quizás inhumano; lo lógico es que una empresa de esa naturaleza la haga un equipo; más aún si tomamos en cuenta cuándo se inicia la producción narrativa en Venezuela. Me gusta hacer antologías porque muestran, debo repetirlo, el estado del género en el momento escogido para componerla y permiten también esto: la discusión sobre el género; discutir, por ejemplo, si De qué va el cuento muestra, realmente, el estado de la cuestión. Lo interesante es que lo compilado ponga sobre la mesa algún tipo de problemática estético-literaria o sociocultural, sin importar que esa problemática alcance a veces temperaturas personales, las cuales siempre deben salvarse (u obviarse) en favor de la provechosa discusión sobre nuestra literatura, es decir, sobre el país, sobre nosotros.

Quizá en diez años, de seguir por aquí, me provoque hacer otra antología para refutarme a mí mismo o para comprobar que algunos de los autores escogidos hoy corroboraron algunas de mis corazonadas críticas.

En la imagen: Carlos Sandoval. Fotografía tomada en el año 2013 por Rebeca Pellico

Acerca de Omar Osorio Amoretti

Omar Osorio Amoretti. Caracas (1987) es profesor e investigador (USB | UCAB). Licenciado en Letras y maestría en Historia de Venezuela por la Universidad Católica Andrés Bello. Ha publicado: José Rafael Pocaterra y la escritura de la historia (Equinoccio, 2018).
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6 respuestas a Una generación de escritores profesionales

  1. Albio dijo:

    ¿cuándo sale la siguiente entrevista?
    ¡Saludos!

  2. Alvaro D'Marco dijo:

    Exhaustiva entrevista. Una excelente referencia. Alimenta las ganas de leer más venezolanos. Felicitaciones a ambos…

  3. rbaralt dijo:

    Muy buena la entrevista, el libro hay que comprarlo definitivamente!

  4. Excelente y muy interesante entrevista.

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